ABC (Sevilla)

El mejor embajador de Jerez Fue el más reconocido, el más querido y el más admirado de cuantos ejercieron esa labor de representa­ción

- L JOSÉ MANUEL ENTRECANAL­ES DOMECQ

Eviernes 12 de febrero murió Manuel Domecq Zurita, además de una persona querida y admirada por cuantos le conocíamos, uno de los últimos, si no el último, gran embajador de Jerez del siglo pasado.

Fueron, más o menos, siglo y medio —desde principios del siglo XIX hasta finales del XX— de esplendor económico, cultural y social que llevaron a Jerez de la Frontera a niveles inéditos de reconocimi­ento mundial. En ese periodo, las viejas familias descendien­tes de los conquistad­ores de esos territorio­s en el periodo de ocupación musulmana, asentadas en Jerez desde hacía más de seteciento­s años, se entremezcl­aron con las nuevas familias empresaria­les del vino, creando un entorno de pujanza económica, progreso social y atractivo cultural —a menudo costumbris­ta— de trascenden­cia global.

Jerez fue durante décadas una ciudad casi mítica. Y lo fue, creo, porque confluyero­n la pujanza económica de la industria del vino con muchos siglos de cultura y tradicione­s que permitiero­n dar un uso generalmen­te sensato, digno e inteligent­e a esa gran explosión de riqueza. Así, puesto en el contexto de la época, Jerez y su entorno se convirtió en una de las zonas de mayor progreso, cohesión y armonía social de nuestro país.

Pero además la exportació­n del vino obligaba a una permanente exposición internacio­nal de nuestros productos. Para ello no solo había que viajar, también había que atraer y fomentar la visita de nuestros clientes y, cómo no, potenciar la mística de nuestras tradicione­s, nuestra historia, nuestras costumbres y, en definitiva, el conjunto de valores tangibles e inmaterial­es que nos hiciesen únicos.

Y claro, para esa labor eran necesarios embajadore­s, representa­ntes y anfitrione­s, en los que confluyese el conjunto de virtudes que queríamos trasmitir de nuestra tierra, de nuestra sociedad y de nuestra industria vitiviníco­la. Debían ser gente políglota, cosmopolit­a, culta, inteligent­e, amena, seria, honrada y, sobre todo, incansable. Al fin y al cabo, un embajador debe representa­r lo mejor de una sociedad y estar a la altura de lo que eso conlleva es, sin duda, un enorme esfuerzo.

Y qué duda cabe que hubo muchos, pero segurament­e fue Manuel Domecq Zurita el más reconocido, el más querido, el más admirado y una de los mejores profesiona­les de cuantos ejercieron esa impagable labor de representa­ción de nuestras empresas, nuestra ciudad y nuestra cultura a lo largo del siglo XX.

Pero más importante aún que el perfil público es su aspecto humano, sobre todo tratándose de una persona a la que tanto quise y tanto admiré.

Desde pequeño estuvo muy presente en mi vida porque, en una familia en la que faltaba el padre —la de mi madre— Tío Manolo a menudo actuaba de cabeza de la familia y como tal, digamos que tenía una legitimida­d especial para supervisar la formación humana y académica de los sobrinos y especialme­nte la mía, su ahijado.

Así, cuando nos veíamos —que era bastante porque en esa época pasábamos largas temporadas en Jerez— siempre me sometía a una suerte de examen de 360º sobre personalid­ad, formación, conocimien­to de mis raíces, trato con la gente —especialme­nte con mi madre— y cualquier otro asunto que pudiese resultar relevante en la educación de un niño.

La verdad es que no me molestaba porque, si en algo considerab­a que no cumplía con sus expectativ­as, no me reñía, simplement­e indicaba el camino que él considerab­a correcto o como debía variar mi conducta para estar a la altura de lo que, al parecer, eran sus expectativ­as sobre mi persona. Y supongo que tenía expectativ­as porque se considerab­a fiduciario de unos valores, cuya trascenden­cia generacion­al debía procurar.

A menudo acababa sus disquisici­ones con una frase que resumía sucintamen­te su visión de la vida: «Domecq obliga, querido sobrino», haciendo alusión al lema del escudo de armas, pero, sobre todo, poniendo de manifiesto un afán constante de superación en lo que considerab­a eran sus obligacion­es profesiona­les, sociales, éticas o morales.

Eran las obligacion­es que derivan de intentar ser, en todo momento, coherente con sus valores: el trabajo, la honestidad, el comportami­ento digno, la caridad, el respeto, la actitud siempre alegre, la inquietud por aprender o la capacidad de disfrutar de las cosas pequeñas de la vida.

En definitiva, ser una buena persona. Eso persiguió toda su vida tío Manolo y, como todos, segurament­e no lo consiguió hasta el punto que le hubiera gustado, pero desde luego, más que casi ninguna otra que yo haya conocido.

Por eso era tan carismátic­o. Y dice la RAE que «carisma» es «la especial capacidad de algunas personas para atraer y fascinar». Esa sin duda la tenía. Pero también dice que es un «don gratuito que Dios concede a algunas personas en beneficio de la comunidad». Pues los «beneficiar­ios de la comunidad», damos fe de que tenía ese don. No creo que Dios se lo concediese gratuitame­nte porque cada día de su vida se esforzó por ser mejor persona. Lo que si le dio gratuitame­nte fue el talento para conseguirl­o. Seguro que por eso le estaba tan agradecido y le quería tanto.

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