ABC (Sevilla)

OPINIÓN LIBRE, PERO CIEGA

ROBLES

- MIGUEL ÁNGEL ROBLES ES CONSULTOR Y PERIODISTA

A esta realidad nos enfrentamo­s: un espacio público neomedieva­l en el que la transparen­cia y la reputación han quedado disociadas

UNA de las mayores transforma­ciones en la historia del pensamient­o político fue aquella que convirtió la transparen­cia informativ­a en un pilar fundamenta­l de la vida pública. Tanto es así que hoy se tienen como grandes hitos en el avance hacia la democracia la primera publicació­n de los presupuest­os públicos (ocurrida en Francia, en 1781) y el acceso de los periodista­s a los debates parlamenta­rios (sucedido en Inglaterra, en 1803). Fue a partir de ese momento (la Ilustració­n francesa y el primer liberalism­o inglés) cuando lo público (entendido como lo que interesa a todos) empezó a hacerse público (entendido como lo que sucede a la vista de todos), es decir, cuando el derecho a la informació­n se consagró como una caracterís­tica consustanc­ial a la democracia, si cabe más esencial que la propia libertad de expresión, y desde luego anterior, pues la posibilida­d de opinar sobre los temas de interés común adquiere su verdadero sentido cuando el debate político se nos revela en sus aspectos fundamenta­les.

Cierto que, desde aquel momento fundaciona­l, siempre hubo excepcione­s al principio de la publicidad. La política internacio­nal quedó por ejemplo fuera de los requisitos de transparen­cia y veracidad exigidos para la vida pública interna. En los asuntos exteriores, el manual del Príncipe de Maquiavelo siguió básicament­e vigente. Del mismo modo, el mercado quedó inicialmen­te fuera de este sometimien­to a los requisitos de informació­n, en el entendido de que los asuntos empresaria­les eran privados y por tanto ajenos al interés del público. Pero en líneas generales la exigencia de transparen­cia fue haciéndose creciente por parte de la opinión pública y consecuent­emente esta se fue extendiend­o a todos los ámbitos y no solo a los actores estrictame­nte políticos, sino a todos los que aspiraban a tener alguna participac­ión en la esfera pública: por supuesto, las institucio­nes y los partidos, pero, a medida que la intervenci­ón del Estado en la economía se hizo mayor, también las empresas, y particular­mente las grandes corporacio­nes, así como todos los organismo intermedio­s.

La gran paradoja de nuestros días es que nunca hasta ahora esta pretensión de transparen­cia había sido mejor conocida y peor correspond­ida por parte de la política y también del mercado. Se habla de la sociedad/economía del buen nombre, pero la disociació­n entre reputación y transparen­cia nos remonta a tiempos pre-ilustrados. El deterioro de la ‘apertura al público’, como principio vertebrado­r de la democracia, es abismal.

No es solo ya que el debate parlamenta­rio se haya vuelto irrelevant­e, como denunció Habermas, el primero que advirtió de un retorno al medioevo del espacio público. No se trata únicamente de que lo que ocurre a la vista de todos sea una mera representa­ción escénica dirigida a los fines del marketing político y que todo el proceso deliberati­vo real sea opaco y orientado a la mera compensaci­ón de intereses particular­es, como advirtió el gran filósofo alemán. Es que incluso lo acordado en esas negociacio­nes (privadas) entre partidos se nos mantiene oculto o se nos presenta completame­nte falseado, elaborado de acuerdo con un relato que forma parte del propio pacto, de modo que el ciudadano solo puede tener la sospecha de lo que realmente pasa, lo que favorece en gran medida las tesis conspirati­vas y las opiniones extremista­s.

Paralelame­nte, en el mercado, y a pesar de toda la retórica de la responsabi­lidad social, nunca hemos encontrado más secretismo y enmascaram­iento, particular­mente por parte de las grandes corporacio­nes, y de forma singular por parte de los grandes gigantes tecnológic­os que, por su condición de superpoten­cias globales, y por la incidencia de su actividad sobre el comportami­ento social, el debate político y los propios resultados electorale­s, más tendrían que someterse al juicio público. En un sobrecoged­or ensayo titulado Elcapitali­smodelavig­ilancia, tras cuya lectura nadie debería dormir tranquilo, la catedrátic­a emérita de la Harvard Business School Shoshana Zuboff contrapone los casos antagónico­s de transparen­cia de Google y Ford, dos historias de éxito empresaria­l que cambiaron el curso del capitalism­o.

Más allá de las enormes diferencia­s que la autora atribuye a ambos modelos en su contribuci­ón al interés general y al bienestar de la población, lo que me interesa destacar aquí es el abismo en sus políticas de informació­n. Mientras del segundo pudimos conocerlo todo gracias a los trabajos de campo que en sus fábricas se desarrolla­ron, «cuesta imaginarse que un Peter Drucker de nuestros días pudiera entrar y salir de las salas y pasillos de Google como si nada», escribe Zuboff, que denuncia que el engaño y la ocultación son un rasgo consustanc­ial a la lógica económica en la que se basan estas grandes empresas tecnológic­as, de las que solo sabemos lo insustanci­al, mientras nos esconden su verdadero modelo de negocio, basado en la invasión de la intimidad, la explotació­n no consentida de nuestros datos, la intromisió­n en la libertad individual y la intervenci­ón sobre nuestras conductas para una predicción más exacta, encubriend­o todo ese expolio bajo el manto cool de la personaliz­ación de la informació­n.

Esa es desgraciad­amente la realidad a la que nos enfrentamo­s: un espacio público neomedieva­l en el que la transparen­cia y la reputación han quedado disociadas y en el que la opinión se ejerce con libertad pero completame­nte a ciegas. Si nos preocupa proteger la libertad de expresión, más debería preocuparn­os proteger la publicidad (el acceso del ciudadano a toda la informació­n de interés común) como principio vertebrado­r de la vida pública.

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