OPINIÓN LIBRE, PERO CIEGA
ROBLES
A esta realidad nos enfrentamos: un espacio público neomedieval en el que la transparencia y la reputación han quedado disociadas
UNA de las mayores transformaciones en la historia del pensamiento político fue aquella que convirtió la transparencia informativa en un pilar fundamental de la vida pública. Tanto es así que hoy se tienen como grandes hitos en el avance hacia la democracia la primera publicación de los presupuestos públicos (ocurrida en Francia, en 1781) y el acceso de los periodistas a los debates parlamentarios (sucedido en Inglaterra, en 1803). Fue a partir de ese momento (la Ilustración francesa y el primer liberalismo inglés) cuando lo público (entendido como lo que interesa a todos) empezó a hacerse público (entendido como lo que sucede a la vista de todos), es decir, cuando el derecho a la información se consagró como una característica consustancial a la democracia, si cabe más esencial que la propia libertad de expresión, y desde luego anterior, pues la posibilidad de opinar sobre los temas de interés común adquiere su verdadero sentido cuando el debate político se nos revela en sus aspectos fundamentales.
Cierto que, desde aquel momento fundacional, siempre hubo excepciones al principio de la publicidad. La política internacional quedó por ejemplo fuera de los requisitos de transparencia y veracidad exigidos para la vida pública interna. En los asuntos exteriores, el manual del Príncipe de Maquiavelo siguió básicamente vigente. Del mismo modo, el mercado quedó inicialmente fuera de este sometimiento a los requisitos de información, en el entendido de que los asuntos empresariales eran privados y por tanto ajenos al interés del público. Pero en líneas generales la exigencia de transparencia fue haciéndose creciente por parte de la opinión pública y consecuentemente esta se fue extendiendo a todos los ámbitos y no solo a los actores estrictamente políticos, sino a todos los que aspiraban a tener alguna participación en la esfera pública: por supuesto, las instituciones y los partidos, pero, a medida que la intervención del Estado en la economía se hizo mayor, también las empresas, y particularmente las grandes corporaciones, así como todos los organismo intermedios.
La gran paradoja de nuestros días es que nunca hasta ahora esta pretensión de transparencia había sido mejor conocida y peor correspondida por parte de la política y también del mercado. Se habla de la sociedad/economía del buen nombre, pero la disociación entre reputación y transparencia nos remonta a tiempos pre-ilustrados. El deterioro de la ‘apertura al público’, como principio vertebrador de la democracia, es abismal.
No es solo ya que el debate parlamentario se haya vuelto irrelevante, como denunció Habermas, el primero que advirtió de un retorno al medioevo del espacio público. No se trata únicamente de que lo que ocurre a la vista de todos sea una mera representación escénica dirigida a los fines del marketing político y que todo el proceso deliberativo real sea opaco y orientado a la mera compensación de intereses particulares, como advirtió el gran filósofo alemán. Es que incluso lo acordado en esas negociaciones (privadas) entre partidos se nos mantiene oculto o se nos presenta completamente falseado, elaborado de acuerdo con un relato que forma parte del propio pacto, de modo que el ciudadano solo puede tener la sospecha de lo que realmente pasa, lo que favorece en gran medida las tesis conspirativas y las opiniones extremistas.
Paralelamente, en el mercado, y a pesar de toda la retórica de la responsabilidad social, nunca hemos encontrado más secretismo y enmascaramiento, particularmente por parte de las grandes corporaciones, y de forma singular por parte de los grandes gigantes tecnológicos que, por su condición de superpotencias globales, y por la incidencia de su actividad sobre el comportamiento social, el debate político y los propios resultados electorales, más tendrían que someterse al juicio público. En un sobrecogedor ensayo titulado Elcapitalismodelavigilancia, tras cuya lectura nadie debería dormir tranquilo, la catedrática emérita de la Harvard Business School Shoshana Zuboff contrapone los casos antagónicos de transparencia de Google y Ford, dos historias de éxito empresarial que cambiaron el curso del capitalismo.
Más allá de las enormes diferencias que la autora atribuye a ambos modelos en su contribución al interés general y al bienestar de la población, lo que me interesa destacar aquí es el abismo en sus políticas de información. Mientras del segundo pudimos conocerlo todo gracias a los trabajos de campo que en sus fábricas se desarrollaron, «cuesta imaginarse que un Peter Drucker de nuestros días pudiera entrar y salir de las salas y pasillos de Google como si nada», escribe Zuboff, que denuncia que el engaño y la ocultación son un rasgo consustancial a la lógica económica en la que se basan estas grandes empresas tecnológicas, de las que solo sabemos lo insustancial, mientras nos esconden su verdadero modelo de negocio, basado en la invasión de la intimidad, la explotación no consentida de nuestros datos, la intromisión en la libertad individual y la intervención sobre nuestras conductas para una predicción más exacta, encubriendo todo ese expolio bajo el manto cool de la personalización de la información.
Esa es desgraciadamente la realidad a la que nos enfrentamos: un espacio público neomedieval en el que la transparencia y la reputación han quedado disociadas y en el que la opinión se ejerce con libertad pero completamente a ciegas. Si nos preocupa proteger la libertad de expresión, más debería preocuparnos proteger la publicidad (el acceso del ciudadano a toda la información de interés común) como principio vertebrador de la vida pública.