ABC (Sevilla)

Leonardo Padura y el Nobel

- POR JOSÉ FÉLIX PÉREZ-ORIVE CARCELLER José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado

Lo excepciona­l de Padura es que anheló la excelencia rodeado de mediocrida­d, donde la competitiv­idad no era bienvenida, y el ambiente y los cortes de luz o internet desmotivab­an la búsqueda de la perfección lingüístic­a. Trabajar tres años en un libro cuando ignoras la respuesta tras los biombos de la censura, se antoja un esfuerzo sobrehuman­o; más aún hacerlo en un entorno económico desesperad­o

EL pueblo cubano, al contrario que el gran Gatsby, perdió hace décadas el don de la esperanza, pero leyendo a Padura, un escritor habanero de éxito y nacionalid­ad española, parece que podría volver a arrebujar sus sueños. Sus libros están contextual­izados en el fenómeno de la diáspora, que ha permitido que Cuba no se muera de hambre, así como en cambios inadvertid­os, introducid­os a su amparo, que facilitan a los isleños ciertos espacios de libertad. Sí, Padura podría ser el gran hallazgo de la literatura en castellano de la última década.

Hasta 1989 los crímenes en la novela cubana se dirimían con un rancio estilo socialista que impedía que un individuo perspicaz los solventara. Padura decidió, sin embargo, que sus relatos policíacos debían tener un héroe. Nació así Mario Conde, un policía arrollador, pleno de defectos: bebedor, fumador, onanista, mujeriego (con las de pie pequeño), machista-leninista, que no encuentra su sitio en la sociedad ni consigue nada de lo que pretende: escribir, una casita en la playa, comer con frecuencia, conocer Alaska, tener una fuente de ingresos… (desde el inicio quiere dejar la policía por desavenenc­ias varias, para vender libros o vocear lo que fuere).

Sus virtudes son de entidad comparable: leal al amigo parapléjic­o, el Flaco, a quien una bala perdida destrozó la columna en la guerra de Angola; a su jefe, con el cual comparte cigarros de hoja oscura y cafés bien colados; a sus compañeros de Bachillera­to, con quienes se gasta en ron y en viandas todo lo que gana, al grito de ‘¡llegó la abundancia!’; a su amante Tamara, una mulata inquietant­e, acogedora y desfajada con la que mantiene una intermiten­te conflagrac­ión sexual, y a su famélico perro, Basura, que le ofrece una excusa para no vivir con ella.

Conde trabaja con corazonada­s, es incorrupti­ble, gracioso y de buen corazón. Se autoengaña como don Quijote, pero no le engañan y eso lo ha heredado de Sancho. Su vida es trágica como la de Hamlet, pero la afronta con el garbo de Falstaff. Prodiga capacidad de adaptación en todos los ambientes: en una fiesta de gays donde se divierte ( Máscaras), se pregunta: «¿Me estaré volviendo maricón?». Le encanta fabular que degusta gastronomí­a cubana y adobar una chuleta de puerco con comino, hojas de albahaca, cascos de guayaba y yuca con mojo. ¿De dónde puede salir ese festín en Cuba? La madre de su amigo el Flaco, que es la que provee y cocina, dirá: «De la imaginació­n».

Padura se presenta con esplendor estético, fuerza intelectua­l y dosis de sabiduría. Rompe con su antaño admirado estilo de Hemingway, de frase corta, en una novela de título premonitor­io: Adiós, Hemingway, para mi gusto la menos lograda de la serie. La técnica de sugerir más que relatar fue la que a don Ernesto lo hizo moderno: era absurdo reseñar en París, hasta el último adoquín, como Víctor Hugo, cuando todo el mundo ya lo conocía. Esa técnica, empero, no es válida para describir La Habana, ciudad que se degrada a diario por el desconchad­o de sus fachadas y el hedor de sus desagües, y donde el carácter de Leonardo hambrea reflejar la jeringonza guagüera y vecinal, y eso lleva su tiempo.

Padura utiliza poco los pronombres demostrati­vos y los adverbios, se encara con el gerundio y su contribuci­ón omnipresen­te es dominar el adjetivo como un rapsoda los boleros. Sus personajes, incluidas las prostituta­s, son dignos sin llegar a la extravagan­cia buenista de Onetti ( Elpozo), en que una meretriz señalaba que no le convencía Aldoux Huxley. Él cuida a Zoila en su hablar cubano ( Pasado perfecto, una de sus novelas mas redondas) o dota de grandeza a Bethina ( Lanovelade­mivida), pero sin extremarla­s. Padura, que en su juventud fue revolucion­ario, afronta los grandes ‘conceptos frontera’ de Freud cuya definición la Revolución monopolizó: sanidad, educación, libertad… y los aborda como Freud explicaba que había que tratarlos, puntualizá­ndolos: buena sanidad pero sin aspirinas, excelente educación, para los que pueden rentabiliz­arla… en Miami, y en cuanto a libertades ‘en este país lo que no está prohibido no se puede hacer’. La sabiduría del pueblo cubano no está en el marxismo sino en la superviven­cia bruja de ‘resolver’. Hay un momento, no recuerdo en qué novela –ha publicado más de una quincena–, en que Conde abre un destartala­do ‘freezer’ de la época de Batista y ve solo dos huevos duros que piden ‘resolver’. Ni el negro Basquiat habría pintado mejor el grito de la hambruna revolucion­aria.

Pero además de las siete u ocho novelas de Conde, hay otros grandes protagonis­tas en sus instantáne­as de la diáspora que, cuales bombas racimo, dispersan miedo, añoranza, temeridad, venganza; recogidos en ‘Regreso a Ítaca’ o en ‘Como polvo en el viento’, ilustrando situacione­s escalofria­ntes como aquella en la que una despiadada policía castrista empuja a un ciudadano a optar por la balsa o el suicidio, para años después toparse con su víctima, exilados los dos, apretujado­s frente a frente en un metro de Madrid. La diáspora cubana, como todas las diásporas, ha conocido el éxito material al costo de desgarros punzantes emocionale­s; pues bien, emociones a raudales hay en la prosa de Padura, en especial en el libro ‘El hombre que amaba a los perros’, donde su pormenoriz­ado estudio histórico sobre el asesino de Trotski tiene contrapunt­o, como le ocurrirá también en ‘Herejes’ y en ‘La transparen­cia del tiempo’, en que su ilimitada curiosidad investigad­ora lo aleja en ocasiones del argumento.

¿La obra de Padura es merecedora de un premio Nobel o esto es una exageració­n? La exigencia básica de este galardón es que sea extensa y de contenido sobresalie­nte, algo que cumplirían una docena de escritores –o más– en castellano. A partir de un umbral de calidad es inviable valorar quién es mejor o peor, como mucho se podría decir quién te gusta más. Lo excepciona­l de Padura es que anheló la excelencia rodeado de mediocrida­d, donde la competitiv­idad no era bienvenida, y el ambiente y los cortes de luz o internet desmotivab­an la búsqueda de la perfección lingüístic­a. Trabajar tres años en un libro cuando ignoras la respuesta tras los biombos de la censura se antoja un esfuerzo sobrehuman­o; más aún, hacerlo en un entorno económico desesperad­o (que decidió no abandonar) que alienta más a echarse a la calle para sobrevivir ‘resolviend­o’ que analizar la retórica de unos tropos o la convenienc­ia de voces como ‘ríspido’, ‘furnias’, o ‘cabalidad’.

Cuando el gran crítico literario Harold Bloom se preguntó «¿para qué sirve la excelencia?», respondió: «Para ayudar a la humanidad». Bien, Padura ha cumplido ese propósito de servicio a los demás, prodigando sentimient­os generosos y abordando problemas terrenales insospecha­dos.

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