Su mitin contra el 28-F prueba que este partido antepone sus ideas a las instituciones y a la pandemia
LAS ideas son respetables. Todas. Las afrentas no. De ningún tipo. Vox tiene todo el derecho a postularse en contra de las autonomías, pero no tiene ninguno a faltarle el respeto al sistema salvo que tenga una vocación autocrática que trata de disfrazar con los ropajes de la democracia para dinamitar las instituciones infiltrándose en ellas. El desaire del portavoz andaluz del partido de Abascal, Alejandro Hernández, a los actos oficiales del 28-F para irse a un mitin fue ayer una demostración del espíritu populista de su formación. Cuando lo vi salir de Las Cinco Llagas tras el minuto de silencio que abrió la tradicional ceremonia pensé que podría estar sufriendo algún tipo de urgencia intestinal, de la que no está libre nadie, pero se trataba de un apretón mental. Hernández no cree en la institución de la que cobra. Se presentó a las elecciones para tener representación en una cámara que repudia y por eso incurre en la incongruencia supina de todos los radicales: renunciar a sus obligaciones institucionales, pero no al sueldo correspondiente. Cuando Vox propugnó ayer la ‘falacia de las autonomías’ en su concentración alternativa en la Plaza de San Francisco dio la razón a Echenique en su llamada al 8-M, porque las manifestaciones no son más o menos contagiosas según qué se defienda. Y además vejó al sentido común. Si un partido opta a ser elegido en un parlamento territorial, se compromete a cumplir las reglas porque una vez que se jura el cargo se rubrica un compromiso con todos los electores, los que te han votado y los que no. Esta cuestión tan elemental se había embarullado históricamente en los revolucionarios de izquierdas. Pero ya sabemos aquello de los polos opuestos. ¿Recuerdan el juramento del comunista Sánchez Gordillo en 2012? Entonces el excéntrico alcalde de Marinaleda dijo esto: «Me comprometo a luchar con todas mis fuerzas por subvertir el sistema que produce paro y corrupción, el sistema capitalista. Me declaro insumiso y me comprometo a dar voz a los que no tienen voz». ¿Cuánta diferencia hay entre esto y lo que hizo ayer el portavoz de Vox en el Parlamento Andaluz?
Raphael admitió unos minutos antes de recibir la distinción como Hijo Predilecto de Andalucía que no conocía el himno de Blas Infante. Su sinceridad fue excesiva y se notó en la versión que interpretó, un tanto cogida con alfileres. Pero hizo un esfuerzo por cumplir su compromiso con la tierra que lo premiaba para demostrar que cuando uno acepta una responsabilidad se convierte en esclavo de ella. En cambio, Vox no escuchó a uno de los grandes embajadores de Andalucía, aunque ayer no tuviera su día, ni aplaudió a nuestros paisanos ilustres cuando recibieron sus medallas por mero sectarismo. Estaba mirándose el ombligo y poniendo su idea particular por delante de los valores comunes. Pero si Andalucía es sobre todo una filosofía basada en la tolerancia, la convivencia, la interculturalidad, la libertad y el respeto a la diversidad ideológica, Vox hizo bien en irse. Su ‘andalucismo’ no cuadra. Porque el principal rasgo identitario de un andaluz es la buena educación.