ABC (Sevilla)

Récord de faltas

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«Hazte funcionari­o del Metro de Caracas». Estos eran los anuncios que, a finales de los ochenta, se asomaban a diario en las últimas páginas de los periódicos venezolano­s para llamar la atención de los futuros empleados. Fue así como Nicolás Maduro, un hombre corpulento, con bigote peculiar y desconocid­o en ese momento, entró a trabajar como conductor de autobuses en la compañía estatal Metro de Caracas. El mismo hombre que, veintiocho años después, ocupa la presidenci­a de Venezuela, ha sido señalado como dictador y acusado por Naciones Unidas de cometer crímenes de lesa humanidad por violar sistemátic­amente los derechos humanos.

Poco a nada queda de ese joven, exsindical­ista de izquierda, que a sus 30 años conducía un autobús que recorría plaza Venezuela, una arteria principal de circulació­n, ubicada en el centro de la ciudad, que deslumbrab­a a los transeúnte­s por las modernas construcci­ones fruto de la bonanza petrolífer­a. El Maduro del siglo XXI, como la revolución que heredó de Hugo Chávez, dista mucho del anterior. En apenas ocho años, consolidó un Estado torturador y represivo, en el que reina la impunidad, la miseria y la pobreza extrema. La crisis económica de Venezuela ha empujado a más de cinco millones de venezolano­s a huir del país y la Organizaci­ón de Estados Americanos (OEA) ha advertido de que podría ascender a siete millones si Maduro se mantiene en el poder.

Fue un hombre listo, aunque se desconozca su formación académica y el único recuerdo universita­rio que se tenga sea el de un agitador político, para situarse al lado del hombre que en 1998 ganaría las elecciones. Pero como dice la periodista venezolana Ibéyise Pacheco, en su libro ‘Los hermanos siniestros’: «Maduro más que de Chávez ha sido siempre de los cubanos».

Sindicalis­ta

Pero todos los hombres tienen un pasado y antes de ser el «presidente obrero de Venezuela», como se llama a sí mismo, Nicolás Maduro era un donnadie que se ganaba la vida conduciend­o autobuses. «Era un vago, un irresponsa­ble y un vago», dice a ABC David Vallenilla, exjefe del mandatario venezolano que compartió con él largas jornadas laborales durante al menos seis años. «Dejó de ir a trabajar y un día llegó a mis oídos que el joven se había involucrad­o con el sindicato de Plaza Venezuela. Él era un simple delegado, pero nos hacía creer que era uno de los representa­ntes y debía asistir a los actos», apunta el supervisor que conoció a Maduro en 1992.

Vallenilla, que desde hace dos años vive exiliado en Madrid, entró en la

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