Los valores que imperan en el ámbito militar no son los predominantes en la sociedad
YO no hice la mili. Me libré por pies planos y quedó en mi conciencia cívica cierto remordimiento ante semejante patraña, porque en aquella época era deportista y jugaba al rugby sin que la deformación podal supusiera limitación física alguna. Vaya usted a saber si fue por ajustes demográficos o porque ya se barruntaba la supresión de la obligatoriedad del servicio, pero lo cierto es que mi quinta recibió un trato benévolo, y bastaba alegar cualquier nimiedad para quedar exento. Entre objetores de conciencia y minusvalías variadas, de mi grupo de amigos solo uno vistió de verde. En aquel momento tomé el veredicto del tribunal médico como si me regalasen un año de vida, un periodo de tiempo que se antojaba una eternidad desde la ansiedad de la juventud. Ahora, cuando los años han ido cayendo de forma mecánica y la perspectiva de la madurez relativiza la importancia de doce meses, pienso que la experiencia de la mili quizás me hubiera venido bien. Y desde luego, estoy convencido de que a la juventud actual le vendría de miedo.
Se acaban de cumplir veinte años del último remplazo y es evidente que los valores que imperan en el ámbito militar —disciplina, esfuerzo y vocación de servicio— no son predominantes en una juventud que dice no querer recibir órdenes, aunque se somete de buen grado a las directrices de los influencers de moda. La sociedad les empodera —valga el palabro podemita— ensalzando sus derechos, pero apenas les exige sus obligaciones. Cada vez es más difícil ejercer el principio de autoridad, ya sea en el aula o en el mismo hogar, porque los códigos sociales tienden a debilitar a la superioridad y amparar la rebeldía. Pero no es tanto un problema específico de la juventud como del modelo de convivencia, empezando por unos políticos que actúan como adolescentes y un Gobierno que aspira a ser colega antes que patrón. No podemos exigir madurez a los chavales en un país en el que la política se practica como un videojuego.
En esta modernidad efervescente, el Ejército es un ejemplo de cómo adaptarse a los tiempos sin traicionar su naturaleza. La profesionalización ha permitido proyectar la imagen de unas fuerzas armadas dinámicas y eficaces, lejos del tópico chusco de los cuarteles de antaño. Desempeña una labor impagable en la vida civil, como la Operacion Balmis —que acaba de recibir el Premio Sabino Fernández Campos— por la que 2.500 efectivos se desplegaron durante el confinamiento para desinfectar enclaves estratégicos, o la misión Baluarte, que ha aportado 2.000 rastreadores del virus. Pero el Ejército no es una ONG, sino un cuerpo armado cuya finalidad es la defensa de España. El modelo de servicio obligatorio es ya impensable, pero qué bien vendría a los jóvenes —y a muchos políticos— pasar por un organismo que se rige por el honor, el espíritu de sacrificio y el patriotismo.
Además de los efectos de sus actos políticos, Pedro Sánchez supone un modelo social nada positivo para el fortalecimiento moral y madurez democrática de la ciudadanía
AHORA que estamos viviendo tan preocupantes momentos en nuestra vida social y económica, la actuación en el ejercicio del poder político de quienes recibieron la confianza democrática no responde a las exigencias del interés general de los ciudadanos. El presidente Pedro Sánchez viene haciendo un uso torticero del poder, con una falta absoluta de coherencia y con un acomodaticio criterio, haciendo prevalecer su afán por mantenerse en la Presidencia. Ya se ha resaltado suficientemente que la formación de su Gobierno no estuvo ni está configurada respondiendo a los principios de eficacia, economía y eficiencia y con el objetivo de satisfacer el interés general, como exige el art. 26 (Principios de buen gobierno) de la Ley 19/2013, creando carteras ministeriales innecesarias, desgajando servicios de nivel de dirección general de otros ministerios preexistentes y encargando su desempeño a personas que no cumplen con las exigencias de idoneidad, formación y experiencia que guarden relación con el contenido y funciones del puesto para los que se nombra (art. 2 de la Ley 3/2015 Reguladora del Ejercicio de Altos Cargos de la Administración General del Estado). Así fue el nombramiento de Salvador Illa, que, no cumpliendo tales requisitos, como ha confirmado su gestión de la pandemia, abandonó el cargo, por cierto, no por causa de interés general, sino por razones electoralistas, lo que califica como infracción grave el art. 29 de la citada Ley 19/2013, porque si la decisión de entregar la cartera de Sanidad al ahora parlamentario en Cataluña lo fue en la consideración (incierta) de idoneidad, no pareció responder al interés general sanitario su cese, en momentos tan difíciles, desinhibiéndose, por otra parte, el Presidente de la política sanitaria y manteniendo el parlamento en descanso, utilizando abusivamente la figura del Decreto.
Todo cuanto antecede tuvo su corolario con la actuación del todavía vicepresidente Iglesias, quien alineándose con la crítica del ministro ruso de Exteriores, afirmó y reiteró que los separatistas catalanes, condenados conforme a Derecho en juicio justo por delito tipificado en nuestro Código Penal, son presos políticos y que la Democracia en España es anómala. Estas declaraciones tienen una doble finalidad. Una, tener un protagonismo que no obtiene por su incompetencia, ausencia de ideas y abandono de las pocas funciones (recordemos las residencias de mayores) que le fueron conferidas al ser elegido para el cargo. Otras, poder dar algo de carnaza al electorado catalán, y aquí volvemos a lo dicho de adoptar un criterio político, desde su cargo de vicepresidente, para influir en el proceso electoral, lo que sanciona el ya citado art. 29 de la Ley 19/2013. De ahí, la frase podemita «Hemos pasado de todos contra Illa» a un «todo contra Podemos».
Pero tal actuación es mucho más grave si situamos sus manifestaciones en el contexto internacional. Es sabido que en el ámbito de la Unión Europea y en el
Los actuales momentos son preocupantes por la pandemia, desde luego, pero en lo político estamos a verlas venir con las actuaciones, concesiones y pactos que Pedro Sánchez lleva a cabo ante el fortalecimiento, aparente por el bajo índice de votación habido, del independentismo catalán, en el que se viene apoyando.
El gobernante, además de detentar el poder político, cumple con la función de representar al Estado y en su preeminencia se eleva sobre el conjunto de la ciudadanía, siendo observado, mirado por todos y en algunos casos admirado, siendo ejemplo, principalmente, para la juventud. Se dice que el gobernante ostenta el poder, es decir, que lo muestra con orgullo, presunción o complacencia, influyendo en quien lo observa, dándose esa función didáctica que algunas veces se reconoce. Por eso es preocupante la situación de preeminencia de Pedro Sánchez, que, además de los efectos de sus eventuales actos políticos, supone un modelo social nada positivo para el fortalecimiento moral y madurez democrática de la ciudadanía.