ABC (Sevilla)

EN CUARENTENA

- POR ALEJANDRA NAVARRO

Me enfrento al folio en blanco aún subyugada por la mirada alzada al cielo de la Virgen. Luce espléndida a los pies del Crucificad­o expirante, aguardando mi llegada. Yo sabía que me esperaba, con esas manos suyas blancas, nacaradas por los besos que desde lejos le lanzan sus devotos, y un mohín de reproche y esperanza en su boca entreabier­ta. Me ha visto triste y yo a Ella. La incertidum­bre nubla a veces los sentidos, lo sé, y oscurece sin proponérse­lo incluso el más común de todos, que no es sino la confianza que te dictan el corazón y la conciencia.

Más razón tiene María para llorar: cuántas páginas repletas de plegarias y afliccione­s, de preguntas sin respuesta, de despedidas arrebatada­s al abrazo y avocadas a la soledad habrán pasado ante sus ojos vidriosos de amargura. Me pregunto si es la Virgen capaz de sobrelleva­r ese cáliz que no hacemos más que llenar y llenar cada día, sin darnos cuenta de que ya tiene bastante con la muerte de su hijo, con el dolor de su martirio y su agonía.

La miro y me doy cuenta de que sus ojos brillan más en esta tarde de marzo, de que las lágrimas se han hecho más grandes sobre sus mejillas y de que el último suspiro de su Hijo, denigrado en un madero para salvarnos, reverbera en las cuatro paredes de la capilla. Aún así, los destellos dorados de su diadema, como un aura de madrugada redentora, no consiguen quitar luz a la dulzura de una madre resignada a dejar en las manos del Altísimo el destino de las almas del mundo. Qué pinto yo aquí, ahora, qué más da mi petición, qué mi lamento. Quién pudiera enjugar todos los llantos del orbe recogidos en su rostro, en su mirada suplicante, espejo de las tristezas arremolina­das en torno a la cruz verdadera donde muere el Cristo lentamente.

Mas el rayo que riela en las aguas de su nombre bendito y se cuela sigiloso a través de una ventana abierta abre sin proponérse­lo el camino hacia la eternidad y la esperanza. María ya no llora de pena, sino de amor. Quiere abrir más los brazos, quiere gritar, quiere extender hasta el infinito sus manos para acogernos bajo su manto azul de primaveras. Desea correr, salir a la plaza, decirnos que el tormento tiene un fin y que el dolor acabará.

El lunes se quedará en el Museo, velando la expiración sagrada de su hijo. La miro. Mis preguntas ya tienen respuesta. Una Madre nunca falla, sus manos siempre esperan. Siempre.

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