ABC (Sevilla)

EN CUARENTENA

- POR EDUARDO BARBA

Tras completar el largo tránsito a pie de Alejandro Collantes, Ana accede sofocada al vestíbulo de la casa hermandad de La Sed. El almanaque no avanza en balde y el camino desde la parada del autobús se ha hecho prolongado. Ya no vive en Nervión, como cuando corría siendo una chiquilla hasta la bajá del puente para lanzar piedras al Tamarguill­o con su hermana o cuando se ennovió con aquel aspirante a futbolista profesiona­l que la invitaba al cine Goya y que acabó siendo su marido, pero recorre el barrio con esa seguridad que aporta pisar la patria chica, a paso decidido. Y a ese ritmo el cansancio ya se nota con su edad.

Apoyada sobre el brazo de su cuñada, hace memoria mientras espera que la atiendan. A su espalda tiene un cuadro de la Virgen de Consolació­n, cuyas manos sujetan el viejo ajuar robado una maldita madrugada del año pasado. Al girar la cabeza y contemplar la imagen, evoca aquellos días de 2014 en los que, como ella, muchas vecinas, feligresas y hermanas donaban a la corporació­n modestos tesoros personales con los que luego Marmolejo confeccion­ó el barco de plata sobredorad­a con joyas engarzadas que ha llevado la dolorosa en su palma derecha hasta que fue sustraído cuando moría noviembre. Y con él, el orgullo y la plegaria de mucha gente anónima que aportó lo que quiso o lo que pudo. La memoria de la anciana apunta entonces a aquel anillo de su madre que entonces entregó para que formara parte del sagrado bajel con esa ilusión que regala el permanente bautismo de las cosas recién creadas. Aquella sencilla sortija no podía compararse con los diamantes aportados por un hermano que los había utilizado como gemelos en su boda en los años 50. Ni con los cinco dientes de oro de otro fiel ya fallecido aportados por sus hijos. Ni con los topacios y esmeraldas obsequiado­s por los más pudientes. Pero el valor sentimenta­l de los recuerdos de quienes ya no están poco tiene que ver con lujos y precios, y para la veterana devota aquel anillo de su solera tenía una valía incomparab­le. La aflicción por el aciago hurto le ha traído de nuevo a la sede de la cofradía. En cuanto toma asiento ante uno de los responsabl­es de la misma, queda claro para qué. «Con esto del virus apenas salgo, pero me he enterado de lo del robo del barquito y hoy me he podido acercar. Dinero no me sobra, que la pensión es la que es, pero tenía guardados estos zarcillos que ya no me ponía. Los traigo para que se puedan usar cuando se vaya a hacer de nuevo el barco».

Lo que poseen y muestran las hermandade­s en los templos o en las calles es majestuoso. Pero lo que no se ve es imprescind­ible. No hay joya ni obra de arte más valiosa que la gente buena y auténtica. Que suele ser la que no necesita exhibirse.

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