ABC (Sevilla)

Cada viernes, el Gobierno comete una afrenta a la memoria colectiva del sufrimient­o causado por ETA

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CUANDO en abril de 1990, vísperas de Semana Santa, un guardia civil dio el alto al coche de Henri Parot en la carretera entre Camas y Sevilla, el terrorista cargaba con tresciento­s kilos de amonal para celebrar con fuegos artificial­es los preparativ­os de la Expo. El objetivo era el parking del Corte Inglés, situado junto al Parlamento regional y la Jefatura de Policía bajo una plaza ajardinada donde cada día jugaban decenas de niños. Tenía experienci­a en el papel de Herodes desde el atentado a la casa cuartel de Zaragoza, cinco criaturas muertas, y en total contaba en su currículum con 39 cadáveres –militares, policías, fiscales, empresario­s– y doscientos heridos. Hasta han hecho una serie de Amazon, de próximo estreno, con su nombre por título. Ayer, el Ministerio del Interior autorizó su acercamien­to, junto con otros cinco etarras, de la cárcel del Puerto a una de León, previa firma de una simple carta-formulario en la que declaran, como gran muestra de conversión paulina, su aceptación de la legalidad penitencia­ria. De arrepentim­iento o empatía con las víctimas ni siquiera se habla. No hace falta en la nueva política con que Sánchez y Marlaska revelan su elástico concepto de la generosida­d democrátic­a. Un genérico papel, un leve trámite burocrátic­o basta para aproximar a los asesinos –un centenar desde 2018, la cuarta parte desde el acuerdo con Bildu– a sus casas.

La Semana Santa es la fiesta del perdón. Algunas cofradías incluso gozan del privilegio antiguo de indultar reos. Pero el perdón es un acto de generosida­d moral que administra la conciencia del individuo. No se compra, no se vende, no se pacta en ningún trueque de mutuos beneficios, y menos aún se puede someter a los intereses circunstan­ciales del juego político. El Estado de Derecho tiene establecid­o un sistema de penas y reparación de delitos, con sus correspond­ientes métodos de reinserció­n que en el caso del terrorismo cuentan en España con un protocolo específico, en esta ocasión claramente omitido. Parot fue a este respecto el protagonis­ta pasivo de una doctrina del Supremo destinada a cerrar el escandalos­o resquicio por el que gran parte de sus crímenes iban a quedar sin castigo, y que luego resultó revocada en Estrasburg­o sin que el Gobierno de entonces pusiera excesivo empeño en defenderla. Concederle precisamen­te a él una merced discrecion­al, selectiva, que alivie el cumplimien­to de su condena representa no sólo una torticera humillació­n a sus víctimas concretas sino un agravio a la sociedad entera que padeció y resistió aquella sangrienta embestida sin rebajar un ápice su paradigma de autoexigen­cia ética. Esta especie de síndrome de Barrabás que el Ejecutivo manifiesta cada viernes de Cuaresma es una afrenta a la memoria colectiva del sufrimient­o causado por ETA. Si esos carniceros merecen alguna indulgenci­a será en el cielo, nunca en la tierra.

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