ABC (Sevilla)

Por dentro

- POR JAVIER RUBIO

E Nla iglesia, a oscuras salvo un potente foco apuntando al altar, no se oía un alma pese a que bien pudieran sumar un centenar las personas absortas, ovilladas en los reclinator­ios de los bancos, explorando esa oración de quietud a la que San Juan de la Cruz invitaba: «Mejor es aprender a poner las potencias en silencio y callando, para que hable Dios». La banda sonora del momento, que se colaba con las puertas del templo abiertas de par en par por precaución, la componían los neumáticos de los automóvile­s chirriando sobre el asfalto como un frente de chaparrone­s que sólo interrumpí­a el semáforo en rojo de la avenida: un aguacero rechinante que, de trecho en trecho, aflojaba hasta detenerse por completo. Entonces, sin el ruido de la calle, no había distracció­n alguna que sacara a los presentes de su contemplat­iva adoración. A intervalos, una voz femenina con un timbre parecido a Athenas entonaba algún canto y entonces crujían las maderas un momento mientras los presentes se acomodaban poco a poco, estirando algún miembro entumecido o cambiando de postura, hasta que volvía a espesarse, como un cuajarón de rumores, el silencio elocuente en el que todos estaban inmersos.

No sonaba ninguna marcha procesiona­l ni llegaba el eco de los tambores y las cornetas; ninguna voz humana dirigía a la cuadrilla racheando los pies; ninguna bulla desorganiz­ada se empujaba en la delantera de ningún paso; ni cimbreaba ningún olivo al compás de la música con el trabajo de los costaleros. El incienso se elevaba formando una nube que las corrientes de aire disolvían al instante, como una estela que no llegara a formarse del todo, hebras con aroma a Dios flotando sin consistenc­ia junto al ara. Los sentidos (la vista, el tacto, el gusto), engañados con lo que percibían, se equivocaba­n en aquel eco sin sonido de la palabra. A oscuras, salvo el potente foco sobre el altar, no había nada que distrajera de lo importante, de lo único real y verdaderam­ente presente en aquella iglesia abierta al mundo pero de la que no iba a salir ninguna cofradía. La vida, allí en aquella hora completa, se conjugaba en presente. Todo lo demás era pasado, añoranza de un tiempo que no ha llegado a romper en dos años seguidos o esperanza de una nueva primavera para la que todavía no hay fecha fija.

Nadie me va a quitar la idea de que, para todos cuantos asistieron a ese prodigio repetido de semana en semana, la procesión iba por dentro.

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