POR MIGUEL ÁNGEL
Turismo o identidad
En Sevilla no hay mejor forma de darse tono que despotricar de los turistas
U Ngrito en el bosque no lo es si nadie lo escucha. Un naranjo no está en flor si nadie lo huele. A pesar de las medidas de protección contra la Covid, un año más el azahar existe en Sevilla. La mascarilla es la cárcel del olfato, pero entre sus barrotes se cuela la fragancia de la primavera. Ando por la calle y soy dos lentes empañadas. Me las quito y me las pongo. Me las pongo y me las quito. Quiero mirar, pero no siempre veo. Cuando lo logro, intento cultivar el asombro. No quiero dar nada de mi ciudad por sentado. La indiferencia no es algo que uno pueda permitirse en Sevilla. De camino a la oficina, paso por la Catedral y la Plaza de España. No es mi derecho, sino mi privilegio: debo ser consciente de ello. A veces, cambio el itinerario, sobre todo de regreso, y vuelvo por Santa Cruz. Me demoro recorriendo Los Venerables, Santa Teresa, Las Cruces, Doña Elvira... ¿Soy el único en esta plaza al que la peatonalización de Mateos Gagos le parece algo maravilloso?
No debería, pero ya empiezan a verse algunos turistas extranjeros. Pronto no se podrá entrar en el Bar Giralda. Habrá colas para ver esos baños árabes. Bienvenidas sean. Me fui a vivir a ese centro ‘degenerado’ por el turismo y lo echo de menos. Añoro toda esa vida, toda esa gente disfrutando de los días que recordarán cuando se vayan a la tumba. Ellos eran los ‘culpables’ de nuestros males: la gentrificación, la pérdida de identidad, el daño al patrimonio, incluso las pocas ganas de diversificar la economía y hacer industria. Mi miopía también debe de serlo intelectual. Por ‘culpa’ del turismo, solo veo edificios recuperados que antes estaban en ruina. Fachadas que daban pena y ahora entran ganas de fotografiarlas. Caminando doy gracias por lo que veo y por lo que me queda por ver. En Ángeles, Argote de Molina, Guzmán el Bueno, Abades y muchas más calles no solo de la judería sino de todo el centro hay proyectos inmobiliarios relacionados con el turismo... ¡que no se han detenido! Y ahora que venga alguien y me convenza de que la calle Ortiz de Zúñiga lucía más antes de que abriera allí un hotel que además ha seguido heroicamente funcionando casi todo este año de pandemia. O que Puente y Pellón ha perdido después de que el edificio de Vilima se convirtiera en el hotel que es hoy. O que la Magdalena o el Molviedro van a quedar peor cuando allí finalicen los proyectos hoteleros en ejecución.
Con mis lentes llenas de vaho, paso por delante de todas estas obras y me siento vacunado contra el pesimismo. No solo son una promesa de recuperación económica y vuelta a la normalidad. Son también la expectativa de un centro mejor. Más apetecible y deseable a la vista y al resto de sentidos. Y, naturalmente, con más turistas. Como residente físico y emocional del centro, no me considero perjudicado por ellos. Yo también soy visitante de ciudades extrañas. Y esos días en que lo soy, están repletos de dicha. El turismo es felicidad concentrada. Y quiero todo ese contento de vuelta en mi ciudad y en mi centro, que no me resulta ni más ajeno ni más extraño por compartirlo. Al contrario. Me siento agasajado por los turistas. Invitado a patios y terrazas de hoteles que están abiertos para mí por ellos y que de otro modo nunca hubiera conocido. Las casas son de sus propietarios. El Alfonso XIII es de cualquier sevillano que pague cinco euros por un café. Quién no se permite un capricho de vez en cuando.
Razonar es cruzar las fronteras de los argumentos. Escribir es poner peros. Y en todo esto que aquí escribo y pienso hay intersecciones, matices y varios ‘sin embargo’. Envejecimiento y expulsión de vecinos de toda la vida, muy probablemente, más en el sur que en el norte del casco histórico. Alguna pérdida de identidad, es posible. Pero tampoco exageremos. Cuando me independicé quise vivir en el centro y no pude. Entonces en verano las calles se quedaban desiertas a casi cualquier hora. Recuerdo un crimen sobre el que tuve que escribir. Un robo y un asesinato en la calle Jamerdana. No había un alma en la calle cuando sucedió. Quiero decir que el centro siempre ha sido caro. También cuando no había turismo y pasear por Santa Cruz en el mes de agosto te podía costar la vida. Y es indiscutible. Hemos perdido algunos comercios históricos. ¿Pero por los turistas o por los cambios sociales de formas de ocio, gustos y estilos de vida? En cualquier caso, si todos los centros de todas las ciudades se parecen cada vez más, mucho más se parecen las afueras. Decir que hay que salir a la periferia para captar la esencia de Sevilla me parece un exabrupto. No conozco una ciudad del mundo que se distinga por lo que hay (y sucede) fuera de su centro. También es verdad que no he visto mucho mundo. Conozco las grandes capitales que ha visitado la mayoría de la gente.
En esta ciudad no hay mejor forma de darse tono que despotricar de los turistas. La pérdida de autenticidad y todo eso. La Alameda ya no es lo que era. Turismo o identidad. Gentrificación o un centro para los sevillanos. El debate se plantea en esos términos. Me recuerdan al eslogan de Ayuso. Socialismo o libertad. Todas estas dicotomías manipulan de la misma forma. Reducen un concepto a su sustancia más favorable para oponerla y enfangar a su opuesto. Capitalismo o solidaridad. Neoliberalismo o igualdad. Monopolios o justicia social. Estas tres dicotomías inversas, igualmente falsas, igualmente reduccionistas, operan con el mismo mecanismo. Idéntico al que se emplea colocando el turismo en el marco mental de la desestructuración cultural, social y patrimonial. Me niego a decantarme. No acepto la disyuntiva. Busquemos la integración. Turismo e identidad. Deseando de ver a los turistas de vuelta. Deseando de sentarme en una de las terrazas de los nuevos hoteles de la Avenida de la Constitución.