ABC (Sevilla)

Los besos que debemos

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La tiza de Ricardo, el tabernero más viejo del barrio, no para de apuntar estos días. Una de croquetas —en esa bechamel está también el Señor—, el pavía, las espinacas... Ramón tampoco está quieto en su abacería, donde los recovecos son refugios en los que guarecerse de esta media Semana Santa. Sevilla es la ciudad de las medias cosas, la media tostada, la media de ensaladill­a, la media verónica. Pero la media cofradía no termina de encajarnos. Falta algo en los veladores del Eslava mientras su dueño, Sixto, endulza la Amargura del Domingo con la miel de sus costillas. La cola de la basílica va más allá del umbral de la casa de Bécquer, como siempre, y en la sombra de la calle se extiende un silencio que es como de consuelo a pesar de la bulla. Parece que la gente espera el cara a cara con el Señor recitando rimas. Por ejemplo la IX: «Besa el aura que gime blandament­e / las leves ondas que jugando riza; / el sol besa a la nube en occidente / y de púrpura y oro la matiza»... Los susurros llegan hasta la bodega de San Lorenzo, donde el Laguillo, capataz de la casa, trasiega por los taburetes cabizbajo. Hay de todo en la pizarra, pero en todas las mesas falta eso por lo que nadie se atreve a preguntar. Está en la carta el destello de la túnica de los cardos, el gesto sereno del Señor mientras la serpiente zigzaguea por sus espinas, las manos bajas para la torería que se vaticina en su aceptación de la muerte, la zancada infinita y urgente hacia ese lugar que no tiene límites... Pero no se despacha hoy la tapa que buscamos en la víspera de las palmas. No está la ‘rampla’ en el Salvador, aunque hay una algarabía de niños agitando su esperanza alrededor de la Borriquita y una chiquilla que es un soplo de alegría tira de la jáquima para que el Señor entre en Sevilla cuanto antes, como en los viejos tiempos, rodeado de infancia y de futuro. Tampoco hay pan nuevo en La Cena, ni en los arrabales el Cautivo de Torreblanc­a ha podido dejar caer su lágrima sobre la plaza del Platanero para que germine la prosperida­d allí donde casi todo estaba ya perdido antes de que todo esto pasara. En el Parque huele esta mañana a derrota porque no pasará la Victoria. Hoy no está despojado de sus ropajes sólo el Señor del Compás de la Laguna. Nos falta algo a todos. El azul de La Hiniesta contra el azul de la tarde. La Gracia de San Roque. La Estrella que marca el Sur en la constelaci­ón de la memoria. Nos falta el Amor. Y los taberneros están despachand­o en los mostradore­s del barrio con la llaga del vacío supurando nostalgias. Ricardo, Ramón, Sixto, el Laguillo, los parroquian­os y los que han caído por la collación están rezando tras su máscara risueña, que es más pesada de llevar que la mascarilla de la pandemia, la letanía de Romero Murube: «Algún día por esta calle de Santa Clara, en la paz de un atardecer de oro, pasará un hombre perdido hacia un afán inconcreto». Un Hombre. Pero hoy predomina en la plaza de las sombras arrancadas la Soledad. La cola es la misma, el sol es el mismo, la hora es la misma y, sin embargo, nada es lo mismo. En las manos del Señor, que son la mejor casa de acogida de la ciudad, se están quedando fiados los sueños de Sevilla. Ante Él, vuelve a retumbar la voz de Bécquer: «La llama en derredor del tronco ardiente / por besar a otra llama se desliza; / y hasta el sauce, inclinándo­se a su peso, / al río que le besa, vuelve un beso».

En el mostrador de Casa Ricardo, de la Abacería, de la Bodeguita y del Eslava he dejado una cuenta sin pagar. Los taberneros tienen apuntados todos los besos que le debo al Gran Poder.

Sevilla es la ciudad de las medias cosas, pero no soporta esta media Semana Santa

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