EL ÁNGULO OSCURO
Lo que el progresismo tacha de ‘franquista’ o ‘fascista’ nada tiene que ver con el régimen político surgido tras la Guerra Civil
LA derecha española, con sus gurúes de rompe y rasga al frente, no se entera de nada. La dialéctica impuesta por el progresismo los convierte en perros (ni siquiera perros, apenas gozquecillos) de Paulov que ladran inanemente, hasta que les lanzan el huesecillo o gallofa que los calma. Esta táctica condescendiente y malvada se ha vuelto a probar con el escandalete de las calles mallorquinas, donde la derecha patria se ha quedado satisfechísima imaginando que el alcalde que ha mandado retirar las placas dedicadas a los almirantes Churruca, Gravina y Cervera por su ‘origen franquista’ era un pobre ‘idiota’ analfabeto.
El alcalde, incluso, ha abonado esta hipótesis, reconociendo en un ejercicio de taimada ingenuidad que no conoce a esos almirantes, porque «no ha profundizado en esa parte de la historia» y no tiene «por qué saber de todo». Declaraciones que no son sino la gallofa que el progresismo arroja al gozquecillo, para confirmarlo en su imaginario fofo y dejarlo que se consuele pensando que el progresismo lo componen una patulea de gente ignorante ofuscada por el sectarismo ideológico. Y entonces los gurúes de rompe y rasga de la derecha, in continente, calan el chapeo, requieren la espada, hacen unas chanzas sangrantes a costa de los progresistas analfabetos que hacen las delicias de su parroquia y no hubo nada. Pero hay, claro que hay; hay algo muy gordo que la derecha pauloviana ni siquiera percibe.
Tal vez el alcalde socialista de Palma de Mallorca sea, en efecto, un pobre ‘idiota’ indocumentado. Pero la razón por la que almirantes del siglo XIX se consideren ‘franquistas’ es infinitamente más profunda. Lo que el progresismo tacha de ‘franquista’ o ‘fascista’ o ‘facha’ nada tiene que ver con el régimen político surgido tras la Guerra Civil, sino con un ‘modo de ser español’ y entender España que actúa corrosivamente sobre su hegemonía cultural. Un ‘modo de ser español’ que se inserta en una tradición católica a la que el progresismo profesa un odio supurante y azufroso (que, en último término, es odio teológico). Y ese odio es la razón de su existir, el motor íntimo de su vida. Un odio que puede manifestarse envuelto en los harapos de la burricie, como le ocurre a ese alcalde; pero puede también engalanarse de vastas erudiciones, como le ocurría a Américo Castro, que se inventó un Cervantes de fantasía, heterodoxo y casi alumbrado, porque odiaba todo lo que representa el Cervantes real, tradicional y contrarreformista.
Para mantener a Cervantes o a Santa Teresa en el callejero, el progresismo ha tenido que deformar por completo sus figuras, pues los reales fueron tan ‘franquistas’ y ‘fascistas’ como los almirantes del siglo XIX, rescoldos o vestigios de un modo de ser español que el progresismo odia con todas las potencias de su alma ulcerada y desea ver por completo erradicado. Ya casi lo ha conseguido, mientras la derecha pauloviana ríe las gracietas a sus gurúes de rompe y rasga (que, con frecuencia, están secretamente poseídos por este mismo odio).