ABC (Sevilla)

Las colas del Amor

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E Nesta época de colas del hambre, cuando miles de familias ponen boca arriba la palma de su mano para mendigar con toda dignidad un poco de comprensió­n, todas las otras colas conmueven más. Ayer estaba la ciudad en ese sí pero no que la desnatural­iza, los veladores abarrotado­s, los templos sin un minuto de descanso, pero las calles aliviadas y sin bullas. Sin embargo, en la espera de San Juan de la Palma o del Salvador había señales de esperanza, coletazos de una Sevilla que está en los adentros, que sólo se ve cuando llegan estos días en los que las imposturas no tienen cabida. Una Sevilla que grita con las puertas cerradas. La Sevilla del puñadito. La que todo el mundo difunde pero casi nadie ejecuta. Esa Sevilla oculta que Morales Padrón escrutó con ojos forasteros y huesos sepultados bajo la arcilla del Guadalquiv­ir. Este Domingo de Ramos ha sido desapacibl­e. Demasiado sol para tan poca luz. Pero siempre hay algún sevillano que encuentra el camino interior, el solitario, para seguir defendiend­o el espíritu de una ciudad que es de minorías incluso cuando se concentra en una marabunta. Ayer por la tarde, a la hora en la que el Señor de las Penas de San Roque tenía que estar en la calle buscando la Catedral, un nazareno antiguo de los que se echan ese antifaz por herencia y por conciencia se puso a andar sobre sus propias huellas. Hizo la estación de penitencia con su familia, con la medalla por dentro de la camisa, sin hablar con nadie. Siempre de frente. El año pasado se echó la sábana por encima y apretó los párpados para que pasara el día sin hacer daño, como un domingo más del calendario, pero esta vez todo estaba organizado para la puñalada lenta. Ni confinamie­nto, ni cofradía. La agonía del vacío. Sí pero no. «El año pasado todo era imposible, este año año todo es inaccesibl­e». La sentencia de un cofrade octogenari­o en la cola del Salvador resume esta impotencia. Este año está en su sitio todo lo menor: el de los globos, el del incienso, el del algodón de azúcar, la corbata, el alfiler, las palmas en los balcones, las colgaduras, el puente de Triana abarrotado, las reservas agotadas en las tabernas, los naranjos blanqueado­s, las rosas del parque, la Cena en Los Terceros, las flores para el Cautivo esta mañana, el silencio de las Penas de San Vicente, la tortilla de la plaza de San Andrés, el misterio de San Gonzalo en el Casino, la Estrella en su casa, los hermanos de la Vera Cruz charlando en los baños de la Reina Mora, la lista de espera en la Campana para probar la torrija... Pero falta lo mayor. Porque ir a la basílica de la Macarena estos días y no ver a la Esperanza en su paso es un doble castigo. «Es muy triste el buen tiempo que está haciendo», se quejaba un hermano mayor del Lunes Santo para consagrar esa sensación de frustració­n. Esto es nadar para morir en la orilla. Y aunque mucha gente pudo ir a la misa de la Catedral, que en una Semana Santa plena queda soslayada por la trompeterí­a, ver al Cristo del Amor con el pelícano a su espalda duele. Ver a la Hiniesta en su altar duele. Duele cualquier cosa nueva porque lo que Sevilla busca en estas fechas señaladas es repetirse. La ciudad se conforma, pero no se consuela. Salvo en una cosa. Ayer había colas tranquilas en todos los templos. Había niños alrededor del ave que suele ir a los pies de la cruz del Cristo de Juan de Mesa, que amamanta a sus crías para saciar ese hambre que no se calma con pan. Sevilla está mendigando en los templos su fe. Ha sustituido las colas del hambre por las del Amor. Porque, esta es la gran noticia, el alma también está pasando necesidade­s.

Todo lo menor estaba ayer en su sitio, pero faltaba lo mayor y eso duele más que la nada

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