ABC (Sevilla)

Antología de los

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ACASO era más llevadero lo del año pasado. Sí, acuérdate: las iglesias cerradas, las flores y los letreritos naïf amontonado­s junto al sardinel por el que no iba a pasar nadie; acaso, uno que se santiguaba desde la acera camino de tirar la basura o pasear al perro, que era todo cuanto nos estaba permitido. Y mucho ‘streaming’: las misas por conexión a internet; las palmas, virtuales; los vídeos, grabados a base de pedacitos; las palabras de los hermanos mayores, enlatadas; y todo en ese plan, como si sucediera a kilómetros de distancia, en otro continente, en otro mundo, en otro planeta aunque fuera en el portal de al lado de casa.

Pero lo de ayer Domingo de Ramos fue una penitencia sobrevenid­a. Porque salió un día primaveral­eral tan mara-maravillos­o, estaba el Centro tantan a rebosar de gente endomingad­a,, había tantas ganas de verr lo que fuera, que podría-mos decir como el poetaa Mantero, cuyo recuerdo,, a base de fogonazos, mee asalta desde el jueves:: «Otra mañana. No otra, la primera: ¿quién se acostumbra a la felicidad?». Y aunque pueda parecer lo contrario, miles de sevillanos encontraba­n esa felicidad aguardando una cola irritantem­ente cadenciosa que avanzaba a paso lento. Es que no era otra mañana de domingo, sino la primera mañana de Domingo de Ramos. La primera desde 2019, cuando nos despedimos sin saberlo.

Había quien se conformaba con mirar desde lejos para intuir el altar que habían mostrado los priostes o remoloneab­a junto a la salida para escuchar los acordes de la banda interpreta­ndo una marcha tras otra. A unos metros de distancia, la patrulla policial por si hubiera que intervenir a recomponer la hilera que, como una acequia cargada, se va haciendo cada vez más numerosa hasta desbordar el desfilader­o vallado que han previsto los cofrades y se desparrama por la plaza como un río se desmadra por su cuenca, anegando las bocacalles, los zaguanes, las aceras, la calzada…

Pero el caso era entrar en la oscuridad del templo, como quien vuelve al seno materno (por algo es madre la Iglesia), a ese claustro fresco y sombreado donde toda la espera de la fila obtiene su recompensa en forma de delectació­n ante las imágenes: el asombro por la composició­n que han preparado los priostes, la disposició­n de las figuras, la riqueza de los mantos, la fragancia de las flores, la dulzura de los rostros, el aire antiguo pretendido y, sólo a veces, conseguido.

Pero no hay pasos. O no los pasos que conocemos. Todo lo más, mesas de canasto sobre las que se presentan las tallas para hacer memoria de los barcos encallados y no precisamen­te el del canal de Suez. La Semana Santa que inauguramo­s ya sabemos cómo va a ser: la de los pasos perdidos.

Porque es lo opuesto a todo lo que conocemos. Los pasos se llaman así porque pasan. Andan, dicen los capataces. Unos más y otros menos, los de la otra orilla con el izquierdo por delante y los de aquí con las llamás muy cortitas, pero andan. No se inventó el paso como exhibición catequétic­a itinerante, como retablo que sale a la calle, para dejarlo arriado, sino para desplazars­e y, combinando el movimiento,to, componer la escena que se somete a la veneración popular.

Sólo que ahora los pasosos –o el sucedáneo que cacada hermandad haya ddiscurrid­o con esa sana ririvalida­d que mueve sisiempre a las cofradías– esestán quietos y es el público el que tiene que andar, de templo en templo, para verlos. Como si se tratara de una mañana de Semana Santa prolongada en el tiempo y en el espacio, como el revés de la carrera oficial por donde pasan los pasos mientras los espectador­es, inmóviles en sus sillas, los ven venir y luego alejarse con ese dinamismo que es, a la vez, símbolo de la existencia: «Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar».

Hemos perdido esos pasos en esa primavera universal en la que, a decir de Juan Ramón, «suele el paraíso descender hasta Sevilla». Y ayer el paraíso estaba al alcance de la mano. Después de guardar cola, claro está. Había paraísos íntimos donde refugiarse de la marea humana que estaba alfombrand­o la ciudad con sus pisadas. A la espalda de San Marcos, donde los Servitas han montado un señor altar, quedaba la plaza de Santa Isabel a salvo como un oasis en el que sobrelleva­r la riada de San Julián, donde hora y media antes de que se abrieran las puertas del templo ya estaba formada la fila india alrededor de la plazuela de la parroquia con aire de verbena. Con sus pancartas por Duque Cornejo («Flor de retama», «Estrella sublime» y hasta un punto ultraísta: «Y volverán a alborotars­e las capas que marcarán tu camino») y sus banderolas azul –inconfundi­blemente Hiniesta, faltaría más– colgando de balcones y ventanas de la feligresía.

Lo de ayer fue una penitencia sobrevenid­a. Porque salió un día primaveral maravillos­o

No se inventó el paso como exhibición catequétic­a itinerante para dejarlo arriado

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