El dilema de la vuelta al origen
o hay comparación política en la historia contemporánea de España de un fenómeno como el que va asociado a Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía (Cs). Desde su origen (mucho antes de 2005) hasta la crisis actual de identidad, Cs es un proyecto único y, sorprendentemente, exitoso. Si la sociedad civil catalana –sea lo que esto sea– debiera estar orgullosa de algo sería de haber creado de la nada un partido político que, en tan solo 12 años, ganó las elecciones al Parlamento de Cataluña y en 14 pudo haber cambiado el curso del país desde la Vicepresidencia del Gobierno de España. No fue así, esto último. Otros, recogiendo las brasas de la descomposición de Izquierda Unida y con la ayuda mediática que ni soñaron los fundadores de Cs, lo entendieron mejor. Pero esta es otra historia. La de las próximas líneas es –centrando el tema– la que afecta a Cs, la historia de un partido cuya dirección, ahora en manos de Inés Arrimadas, parece haber dado órdenes de virar el buque y desempolvar el cuaderno de bitácora de cuando la formación era solo un velero.
Cs nació, sobre todo, por la combinación de dos hechos: el crecimiento del movimiento cívico asociativo contra el nacionalismo, con un componente predominante de izquierdas, y el desengaño que en algunos intelectuales catalanes supuso la llegada a la Generalitat del PSC –personificado en Pasqual Maragall– que, tras 23 años de nacionalismo, pactó con ERC e ICVEUiA seguir con la política identitaria e iliberal de Jordi Pujol. Si hay que ponerle una fecha esa es, obviamente, el 7 de junio de 2005. Aquel día, 15 intelectuales presentaron ante la prensa un manifiesto que, además de criticar las políticas sectarias de Pujol y lamentar lo que pudo haber sido y no fue (Maragall), sugerían que Cataluña necesitaba un nuevo partido que no fuera nacionalista y que regenerara la política. En definitiva, «un partido político que contribuya al restablecimiento de la realidad», dijeron.
NCataluña, «inhóspita»
Catorce días después y con 2.305 firmas más, el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB) acogió la presentación del manifiesto ante la sociedad. Fue la puesta de largo de los intelectuales, que recogían, a su vez, el trabajo silente y poco valorado de las asociaciones que llevaban años peleando a favor de los derechos cívicos de los catalanes (lingüísticos, principalmente). Las crónicas señalaron que los cálculos de los organizadores se quedaron cortos. Lleno absoluto. Gente fuera del CCCB. Una ilusión.
A partir de ahí Gerona, Arenys de Mar, Mollet del Vallés, Hospitalet de Llobregat, Badalona, Castelldefels, Martorell, Sabadell, Mataró, Granollers... el manifiesto corrió y la creación del partido ya no tenía vuelta atrás. Vino un segundo manifiesto (marzo de 2006): «Cataluña se ha vuelto inhóspita para quienes no son nacionalistas». Y se fijaron aspectos que
Los derechos son de las personas, defensa de la Ilustración, laicismo, bilingüismo y Constitución
debían ser irrenunciables para el partido en ciernes: los derechos son de las personas y no de los territorios, reivindicar la Ilustración, laicismo, bilingüismo y defensa de la Constitución, recordando que «la soberanía reside en el conjunto de la ciudadanía española, no en cada una de las comunidades autónomas». Aquellos meses fueron frenéticos. El 18 de junio se vota en referéndum el nuevo Estatuto de Autonomía; el 8 y el 9 de julio de 2006 se celebra el congreso constituyente de Cs (Albert Rivera, elegido presidente) y el 1 de noviembre, los naranjas entran en el Parlament: tres escaños.
El mejor testimonio de aquel año y medio lo relató negro sobre blanco el periodista Jordi Bernal en el libro ‘Viajando con Ciutadans’ (Tentadero Ediciones, 2007). «Cs era algo que Cataluña necesitaba», recuerda Bernal para