EMOCIONES
Hace unos días leía –no recuerdo dónde– que en esto de los mercados financieros se produce un movimiento lampedusiano en el que cambian los protagonistas –los agentes financieros, los productos– pero que lo que realmente importa permanece: las emociones. Y es que son éstas las que al final acaban marcando el ritmo de la distintas fases de los ciclos en los que mirando por el retrovisor podemos encuadrar la realidad económica.
Y básicamente se pueden reducir a dos las emociones: el miedo y la avaricia. Cada una a su manera nos hacen que vayamos sino constantemente con el pie cambiado, sí que perdamos pie en el peor momento. Son dos pulsiones ancestrales que nos arrastran y de las que resulta muy difícil protegerse. De sobra es conocido que el peor consejero financiero son las emociones.
Hay numerosísimos estudios que concluyen que no nos cansamos de tropezar con las mimas piedras y que de igual manera que tiramos la toalla prácticamente en el peor momento, también tendemos a subirnos cerca de los momentos de mayor euforia.
Lo difícil es saber en qué momento nos encontramos. Y aunque sobre esto se ha escrito mucho a lo largo de la historia a la hora de la verdad resulta muy difícil zafarse de las traicioneras emociones. Resulta igual de difícil no dejarse llevar por el miedo que por momentos nos inmoviliza –y tenemos ejemplos muy recientes–, que por la euforia que justifica comportamientos que una vez pasados son imposibles de explicar. Comportamientos irracionales que ayer, hoy y siempre marcan los tiempos en los mercados.
Hay distintas formas de protegerse aunque ninguna es infalible porque por definición son muy traicioneras. No dejarse llevar no es tarea fácil y aquí aplica la máxima kantiana que define la inteligencia como el nivel de incertidumbre que cada uno es capaz de soportar. Cambiarán los productos, las personas, las entidades pero las emociones permanecerán. Y aunque sepamos que son el peor consejero resultará muy difícil permanecer al margen todo el tiempo. Es el mayor reto.