Un Jueves Santo en
Jueves Santo en Sevilla. Quien dijera que era un día normal, como el que conocemos de siempre, mentiría a sabiendas. Quien dijera que la jornada había preservado su esencia, resguardada en un porcentaje de quienes anduvieron ayer por el Centro daría en el clavo. Miles de sevillanos se echaron a la calle para visitar templos, pero sin tanto frenesí como se advirtió el Domingo de Ramos. La ciudad, sosegada y en calma, había llenado todos los veladores de los bares y todas las colas para entrar en las iglesias el mismo día que se vacían los sagrarios. El resto de Israel conservó las tradiciones y la fe en el exilio babilónico y el resto de Sevilla había decidido conservar las costumbres y su justificación en este destierro de procesiones quee vivimos por segundo año: loados seanean por ello.
Pero no era un Jueves s
Santo más en Sevilla. Ni i cuando llueve, ni cuan- do diluvia y se rompe la a tarde, ni cuando se que- dan sin salir las cofra- días flotaba ese ambiente de derrota, de numantina resistencia inútil que oponer a los acontecimientos. Nada. El tiempo también se había puesto fulastrón y no sabía si iba a vencer el sol sobre las nubes o si iba a descargar un aguacero improbable, toda la mañana y parte de la tarde subido al alambre del funambulismo meteorológico, sin decidirse a caer de un lado o de otro. Todo estaba preñado de incertidumbre, como el año que llevamos vivido al hilo de la pandemia.
Hasta el dispositivo de vacunación del Servicio Andaluz de Salud se sumó a la emoción de la jornada programando citas para inmunizar a mayores de 80 años todo el día, quizá para recuperar el tiempo perdido, ese que nunca volverá. Y para aumentar todavía más el grado de imprecisión, un bulo ofreciendo vacunas gratis a tutiplén saltó a los teléfonos móviles lo mismo que otros Jueves Santo en la memoria colectiva habían saltado alarmas infundadas por escapes de gas, amenazas yihadistas y otras fruslerías para gente crédula.
En la Plaza Nueva –«Plaza Nueva, Plaza Nueva / plaza vieja para mí, / la de los verdes naranjos / que florecen en abril», que cantó el poeta Cavestany– , el tranvía consume los minutos, presto a partir. No hay ni rastro de Jueves Santo, más allá de algunas mantillas desperdigadas y mucho traje oscuro masculino para solemnizar la ocasión. Pero de ese bullebulle que domina las horas previas a que se inicie el paso de las cofradías por la carrera oficial, nada de nada. Y no digamos, de ese nerviosismo incontenible que se va adueñando de la ciudad conforme el reloj va consumiendo sus minutos, cada vez más cerca de la hora en que se abren las puertas de la Madrugada y se desbocan las emociones. Nada tampoco.
Ni por el Salvador, atravesado por la hilera de quienes suben a venerar a Jesús de la Pasión sorteando veladores y francachelas. Y hubo público, por supuesto. Pero faltaba algo en el ambiente, esa electricidad estática que se va cargando todo el Jueves hasta que se produce el chispazo que salva la diferencia de potencial,cial, ya de madrugada.mad
Hasta por Triana,T el jardín del Valllle o la Macarena, el día titiene traza de otra cosa ppara la que todavía no hhemos encontrado definnición, tan inseguros estatamos de que estemos viviviendo un Jueves Santo de una Semana Santa de un año de gracia de Nuestro Señor y no un espejismo a cuya ensoñación permanecemos encadenados un año y otro año y...
Quizá para desmentir ese filo de la navaja por el que se bamboleaba el Jueves Santo y el resto de Sevilla convencido de su salvación, estaba el socavón de la plaza de la Magdalena como una llaga por la que supurase la herida incontenible de haber celebrado una Semana Santa con templos abiertos, oficios litúrgicos y actos piadosos pero sin procesiones.
Pero la valla que tapa la obra del colector de agua en esa plaza es inapelable: no hay manera de sortearla, no hay manera de eludirla, sólo cabe rodearla y seguir el camino entreviendo el albero compactado, el mallazo esperando el hormigón sobre las dovelas del canal de residuales y cosas así de la ingeniería que llenan las tripas de la ciudad. Esas mismas tripas por las que ha circulado la indigestión de una Semana Santa rara, a contrapelo, desmochada, revirada -y no en el sentido que le asigna el vocabulario propio de la gente de abajo.
Porque ese obrón, como una cirugía abierta en vez de la laparoscopia con que ahora los médicos alcanzan los órganos internos, es la constatación evidente de nuestro fracaso este segundo año consecutivo de pandemia. Por esa esquina del Cabo Per
De ese bullebulle que domina las horas previas a que se inicie la carrera oficial, nada de nada
La Magdalena es la constatación evidente del fracaso el segundo año consecutivo de pandemia