La crónica
de las grandes estampas. También, el gran montaje que la hermandad de los Caballos instaló en el altar mayor de Santa Catalina: el Cristo de la Exaltación, ya erguido por los sayones, y a cuyos pies estaban la Virgen de las Lágrimas y San Juan. Todo, sobre el respiradero del paso de misterio y los faldones del palio.
En el Silencio, bajo la catedral de San Marcos de Venecia que es la crestería de plata del paso de palio se ubicaron Jesús Nazareno, la Virgen y San Juan. La cola para visitarlo llegaba a la calle O’Donnell. En Triana, hasta el Altozano. En el Salvador, hasta la calle Sierpes. Y, en la Macarena, apenas 20 minutos. La diferencia es la gestión de la cola. En la de San Gil, fue todo mucho más ágil que en el resto de hermandades porque se facilitaron dos tipos de recorrido: el que quería pasar cerca de las imágenes, sin detenerse —que era el de la fila— y el que quería acceder a los bancos. Estos se organizaron por grupos gracias a los voluntarios, de forma que cada cinco o diez minutos se relevaban cumpliendo a rajatabla los aforos y evitando las aglomeraciones.
Otras colas inmensas se vieron en los Gitanos. Hasta los jardines del Valle se extendía la fila. Al llegar, en el santuario se pudo contemplar de cerca, sobre unas pequeñas peanas, al Señor de la Salud con la túnica lisa y a la Virgen de las Angustias, con el manto de Carrasquilla y una mantilla.
Las pequeñas capillas de Montesión y los Negritos permitieron una mayor cercanía con las imágenes, aunque también complicaron que muchos sevillanos se acercasen por las horas de apertura. En las Cigarreras, sin embargo, la Virgen de la Victoria se pudo contemplar de cerca durante toda la jornada de forma ininterrumpida.
Ya por la noche, no hubo ese cosquilleo habitual y el cambio de tipo de público por la Madrugada, que trae recuerdos del confinamiento. Todos delante de la televisión mientras que la ciudad, más sosegada y en calma que nunca, sólo vería pasar los espíritus en silencio.