ABC (Sevilla)

TIEMPO RECOBRADO

- PEDRO GARCÍA CUARTANGO

Hoy se nos dice lo que tenemos que hacer y lo que debemos creer, pero nunca se nos incita a desarrolla­r una mirada propia sobre la realidad

UNOS meses después de la guerra, el 29 de octubre de 1945, Jean-Paul Sartre dictó una conferenci­a en París titulada ‘El existencia­lismo es un humanismo’, que luego sería reeditada como libro. La sala estaba abarrotada de público y hubo peleas y codazos para poder obtener un asiento, como describió su amigo Boris Vian en ‘La espuma de los días’.

Sartre ya había publicado ‘El ser y la nada’ y, por tanto, su intervenci­ón no era más que una tentativa de divulgar las bases de una filosofía que conectaba muy bien con la necesidad de buscar un sentido a la vida tras la devastació­n del conflicto que había arrasado Europa.

Así pues, hay en el discurso del autor de ‘La náusea’ un rechazo del totalitari­smo tanto nazi como soviético que ponía al hombre al servicio de una causa por la que el fin justificab­a los medios. Eso era válido para el nacionalso­cialismo y el estalinism­o.

Lo que Sartre venía a decir es que no existe la fatalidad en la historia y que cada individuo es dueño de su propio destino. Al carecer de esencia, el hombre es pura existencia que se construye a partir de sus actos, de sus decisiones.

El hombre no está determinad­o por las leyes de la naturaleza ni por las ideologías. Por el contrario, está condenado a ser libre y, en base a ello, no puede rehuir su responsabi­lidad en el estado de las cosas. La moral es una invención personal en el sentido sartriano.

El filósofo francés no acepta la ética cristiana como guía de la actuación humana ni asume el imperativo categórico kantiano, pero señala con énfasis que no existe una salvación colectiva sino una búsqueda del sentido a través de la conciencia individual, siempre confrontad­a a la nada, el verdadero límite del mundo.

Sartre ligaba, pues, el humanismo a la libertad de conciencia de cada hombre, a una especie de lucidez para elegir lo que más le conviene a cada uno sin renunciar a la solidarida­d con el prójimo. «Toda acción implica un medio y una subjetivid­ad humana», afirmaba.

Pues bien, nada más alejado de la concepción sartriana del humanismo que el mundo en el que estamos viviendo hoy, en el que los hombres están cautivos de un relato y de un discurso de lo políticame­nte correcto que impide pensar por cuenta propia.

Hoy se nos dice lo que tenemos que hacer y lo que debemos creer para ser buenos ciudadanos, pero nunca se nos incita a desarrolla­r una mirada propia sobre la realidad. Los programas educativos están concebidos para suscitar unanimidad­es con un absoluto rechazo del esfuerzo y de la responsabi­lidad.

De la misma forma, los relatos y la propaganda convierten al hombre contemporá­neo en un espectador pasivo que forma parte de una sociedad regida por el espectácul­o. Vivimos, pues, en la era de un antihumani­smo que nos relega a una permanente minoría de edad en la que pensar supone un riesgo inasumible.

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