ABC (Sevilla)

CAMBIO DE GUARDIA

- GABRIEL ALBIAC

Lacera a creyentes y no creyentes. Por igual. Es el milagro del gran arte: el último refugio de lo sagrado

VIERNES Santo. ‘Erbarme dich’: Bach suena. Yo releo páginas exquisitas de Huysmans sobre el Cristo de Grünewald. Arte y literatura ponen su universali­dad a lo sagrado, que trasciende la creencia.

¿Hay un cuadro tan cruel como éste de Grünewald? No lo conozco. Su tiempo, cruel, lo era. Lo era el lugar al cual estaba destinado. Que no era, no lo es nunca para una obra de arte, un museo. A Mathias Grünewald no lo guía, en 1512, la tentación irrisoria de hacer arte: de añadir a su mundo horrible una tilde de belleza. Se hubiera sabido blasfemo.

Reducir el dolor, esa tarea titánica, sólo a Dios concernía. Pero Dios se ocultaba a los ojos de unos hombres en el infierno. Lejos. El retablo de Grünewald tenía, pues, que ser un exorcismo: para forzar el milagro de un retorno, en cuya fe todos habían flaqueado. Su idea es desmesurad­a. Puede que también blasfema: pero entre el santo y el blasfemo la distancia es corta. Y, ante el espejo que Grünewald alza en el Hospital de San Antonio, en

Isenheim, el Dios omnipotent­e habrá de verse forzado a mirarse a sí mismo como lo que un día fue en el Gólgota: piltrafa y coágulo.

Porque piltrafa y coágulo, no hombres, almacenaba­n, desesperad­os, los frailes en su monasterio, hospital ahora, o mejor moridero, de las innúmeras víctimas del ‘fuego de San Antón’, esa variedad feroz de la peste que hace que los cuerpos ardan por dentro y que los apestados, los ‘ardientes’, supliquen que les sea amputado cualquier miembro, mejor que alargar esas brasas hasta que la muerte inevitable llegue. Ninguna medicación, ninguna cura, podía atenuar nada. Y los monjes debían limitarse a alimentar como podían a aquellos míseros sufrientes. Como podían: con el humilde pan de centeno que horneaba la propia abadía. No sabían –nadie podía saber– que de ese pan –y, en él, de un mínimo hongo llamado cornezuelo– venía el fuego que estrujaba cadáveres, retorcidos como gavillas, en el jardín del convento.

En una de las más bellas paradojas teológicas que el cristianis­mo ha producido, Mathias Grünewald invirtió el juego de la sagrada metáfora (Génesis 1:27), que modela al hombre sobre la ‘imagen de Elohim’, su Dios. Y, sobre la tabla en madera de tilo del frontal de su retablo, para el pintor, al cual rodea el dolor aún más que la muerte, son esos cuerpos, retorcidos como sarmientos en la hoguera, los que deban dar al Dios-hombre, al Cristo, su modelo de Dios y de hombre: de absoluto y de dolor, por tanto. De dolor absoluto y, por tanto, inconsolab­le. Con ese desconsuel­o al cual los hombres llaman desesperac­ión, y que, en un Dios, debe ser absoluta.

¿Rozaba con ello Grünewald, la herejía? Puede. Su crueldad lacera a creyentes y no creyentes. Por igual. Es el milagro del gran arte: el último refugio de lo sagrado, dictamina Huysmans en mi biblioteca. Y Bach sigue sonando. Viernes Santo.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain