Los inciertos límites del
Setenta años después de formarse la Comunidad del Carbón y del Acero, germen de la CEE y la UE, Europa duda si debe cerrar para siempre su expansión territorial
El 18 de abril de 1951, se firmó en París el tratado que instituía la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), el primer paso todavía parcial y limitado, en el largo proceso de la construcción europea. El pasado 10 de marzo, setenta años después, el presidente del Parlamento Europeo, David Sassoli; el primer ministro de Portugal, Antonio Costa, en nombre de la Presidencia del Consejo, y la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, firmaron la solemne declaración conjunta de la Conferencia sobre el futuro de Europa, el comienzo de una serie de foros que permitirán a personas de todos los rincones del continente reflexionar y compartir sus ideas para contribuir al debate sobre el futuro del mayor y más ambicioso proyecto de integración pacífica en la historia de la Humanidad. Justo después del trauma que ha supuesto la salida del Reino Unido del club comunitario, los europeos afrontamos un horizonte incierto en el que convergen tanto las tensiones geoestratégicas globales con las tensiones entre Estados Unidos, Rusia y China, como las tentaciones nacionalistas y antieuropeas en su interior.
La CECA fue una solución práctica para poner fin a las tensiones permanentes entre las dos potencias regionales que se habían disputado la supremacía continental durante más de un siglo y tres guerras terribles. Si el carbón y el acero eran entonces las bases de la economía, solo había que crear una fórmula razonable y lógica de compartir esos recursos, para eliminar la causa de la confrontación entre París y Berlín. Sumando a Italia y a los tres países del Benelux (Bélgica, Holanda y el Gran Ducado de Luxemburgo) el proyecto empezó a andar con competencias limitadas y pocos elementos simbólicos. De aquel embrión balbuceante (España ingresó el 1 de enero de 1986) hemos pasado a lo que hoy es ya formalmente la Unión Europea, con 27 países miembros, una estructura institucional que ha empezado a reproducir los pilares clásicos de un Estado confederal, aunque todavía de forma únicamente simbólica en las cuestiones más esenciales.
Única en el mundo
De hecho, no existe nada parecido a la Unión Europea en el mundo y cualquiera de las emulaciones que se han creado en los últimos cuarenta años, como la Unión Africana o Mercosur, no han alcanzado ni una pequeña fracción del grado de integración que existe entre los países europeos, esencialmente gracias al mercado interior y sus cuatro libertades (libre circulación de mercancías, de personas, de capitales y de servicios) a las que se suma la existencia de la moneda única que es legalmente la divisa de la UE y que todos los países (excepto Dinamarca, al que se le concedió una excepción) están obligados a adoptar antes o después.
Los españoles conocemos mejor que nadie la fuerza colectiva que insufla la aspiración a ser aceptados en un proyecto como este y los franceses también son conscientes de las consecuencias de aceptar a vecinos con los que