Una ampliación en pausa
plena, porque el viejo socialista pensaba que esos países todavía necesitarían mucho tiempo para estar preparados, tanto desde el punto de vista político como económico para entrar en la Unión y, sobre todo, porque temía que, con la ampliación, el proyecto europeo podría debilitarse».
Objetivo para muchos
Quatremer rememora cómo su compatriota Jacques Delors, que era entonces presidente de la Comisión, estaba en la misma línea y advertía que la Europa tal como era entonces no podría funcionar a 25 o 30 miembros. «Se quedaron solos y no tuvieron más remedio que aceptar la ampliación que se hizo en tres oleadas: 2004 (Polonia, República Checa, Eslovaquia, Hungría y los bálticos), 2007 (Bulgaria y Rumanía) y 2013, Croacia. El tiempo ha dado en parte la razón a los pesimistas, porque esos nuevos países que fueron presentados como el símbolo del futuro de la Unión en realidad no han mantenido sus promesas. Allí el Estado de derecho se fragiliza por la acción de dirigentes autoritarios que han implantado las bases teóricas de la democracia iliberal, las libertades públicas se debilitan, la corrupción sigue siendo endémica e impide el crecimiento económico y como advirtieron esos pesimistas, el proyecto económico europeo se ha debilitado. Sin embargo, no todo está perdido, puesto que la peligrosa inestabilidad del mundo actual empuja a los europeos a mantenerse unidos y más que nunca, Europa sigue siendo un objetivo para muchos», indica el veterano analista francés.
La experiencia de aquella ampliación masiva y de la ‘indigestión’ en la que sumió a las instituciones comunitarias durante más de una década ha creado una visión más cautelosa de los límites geográficos y políticos de la UE.
Los seis países pioneros.
Los representantes de Bélgica, Luxemburgo, Italia, Francia, Alemania y Países Bajos, durante la firma del Tratado de París, por el que se constituyó el 18 de abril de 1951 la Comunidad Europea del Carbón y del Acero
El primero en dar forma a esta inquietud fue el portugués José Manuel Durao Barroso, que llegó a la presidencia de la Comisión en 2004 e introdujo el concepto de ‘vecindad europea’, algo que definía como una oferta genérica a los países de nuestro entorno en la que se incluía «todo menos las instituciones» en un modelo que cada cual podía adaptar a sus peculiaridades pero sin posibilidad de participar en las decisiones.
Sin embargo, entre la numerosa panoplia de solicitudes de ingreso en la UE se encontraba la de un país como Turquía, del que entonces se pensaba todavía que la proximidad a la UE podría encaminarlo hacia una democracia de visión occidental. El entonces Alto Representante de la Política Exterior europea, Javier Solana, era el principal partidario de acoger a este país que se habría convertido en el más grande de todos los miembros, porque estaba seguro de que Europa tendría un efecto definitivo en la orientación de la sociedad turca y porque consideraba que «dejarlo fuera tiene aún más inconvenientes para nuestra estabilidad».
En 2004 los jefes de Estado y de Gobierno no tuvieron más remedio que cumplir con las promesas que habían hecho hasta entonces a Ankara y abrir formalmente las negociaciones de adhesión. Es difícil saber si han sido las reticencias europeas la causa del alejamiento de Turquía del paradigma comunitario o al revés, pero el resultado es que el autócrata turco Recep Tayip Erdogan hace tiempo que ha optado claramente por emprender un rumbo que hace sencillamente imposible siquiera pensar en la posibilidad de que este país se convirtiese en miembro de la UE. En 2016, el Parlamento Europeo aprobó una resolución a favor de la congelación del proceso de adhesión, un gesto que solo era necesario desde el punto de vista simbólico puesto que las negociaciones estaban de hecho bloqueadas. Francia ya había dispuesto que un eventual ingreso de Turquía fuera objeto de un referéndum, que es la mejor manera de garantizar que no llegaría a producirse jamás. Por añadidura, la retirada del Reino Unido, que era otra vez el principal partidario del ingreso de Turquía (como medio para debilitar a la UE, no por simpatía hacia los extranjeros, como se comprobó en el referéndum sobre el Brexit) ya no puede abogar por sus intereses.
Jean-Claude Juncker, el siguiente presidente de la Comisión entre 2014 y 2019, eliminó pura y simplemente la cartera de ampliación y desde su toma de posesión ya dijo que se proponía dejar que la UE se tomara un respiro en su proceso de expansión, una vez que el año anterior se había completado el ingreso de Croacia, con lo que la UE había alcanzado su hasta ahora mayor dimensión, con 28 países incluyendo todavía entonces al Reino Unido.
El foco sin embargo estaba puesto en el resto de los Balcanes Occidentales, que fueron además los grandes perdedores del derrumbe del mundo de la guerra fría, con un conflicto fratricida del que Europa salió con cierto complejo de culpabilidad. Desde 2003 a todos los países de la zona se les ha prometido una ‘perspectiva europea’ en la confianza de que esa simple esperanza les empujaría a llevar a cabo las reformas y transformaciones necesarias para salir del atraso y empezar a construir estructuras políticas modernas como ha sucedido en Eslovenia y Croacia. Sin embargo, el principal de estos países, Serbia, seguía –y sigue– enredado en el trauma de la separación e independencia de su antigua provincia de Kosovo. Bosnia Herzegovina no ha sido capaz tampoco de convertirse en un proyecto de Estado viable y Albania no ha podido deshacerse de unas estructuras terriblemente corruptas e inestables. Macedonia del Norte es el único que ha logrado avanzar en las negociaciones, sobre todo después de que aceptase las exigencias de Grecia respecto a su nombre constitucional, pero en Bruselas consideran que el país aún está lejos de haber alcanzado el nivel necesario para convertirse en miembro de pleno derecho.
Vacío político
El revés de la moneda de este paisaje balcánico es que el retraso en el cumplimiento de esta promesa ha creado un vacío político grande en esas sociedades, que está siendo llenado por otros actores cuyos intereses no están siempre alineados con la UE. Lo de menos es que el embajador norteamericano en Tirana o en Pristina tengan allí mucha más influencia que cualquier representante europeo. Lo que preocupa en la UE son las actividades de Turquía o Arabia Saudí en Bosnia y Kosovo o la creciente dependencia de Serbia de su aliado histórico, Rusia, por no hablar de la paulatina influencia de China en toda la zona. El dilema para Bruselas es intentar una nueva ‘digestión’ complicada o arriesgarse a que potencias hostiles se establezcan en esta zona que para Europa sigue siendo de importancia estratégica. En algún momento, Alemania tal vez soñó con una expansión formidable al Este con la incorporación de Ucrania, que visto en un mapa dejaría a Berlín en el centro de toda el área de influencia de la UE. Pero esa idea se ha ido disolviendo sola, ante las dificultades que atraviesa este país para seguir existiendo, lo que vuelve a plantear la vieja disyuntiva de Solana sobre si es preferible atragantarse asumiendo un problema dentro de casa o dejar que se pudra y empeore en el jardín de al lado, desde el que nos llegarán las consecuencias de todos modos.
Erdogan ha optado por un rumbo que hace imposible su adhesión, y Londres, que era su principal partidario, ya no puede defenderlo
El dilema es si intentar otra ‘digestión’ complicada o arriesgarse a que potencias hostiles se establezcan en esta zona estratégica