ABC (Sevilla)

La feria del CGPJ

- POR JAVIER GÓMEZ DE LIAÑO Javier Gómez de Liaño es abogado. Fue magistrado y vocal del Consejo General del Poder Judicial

«El CGPJ ha sido y seguirá siendo una trampa para confiados, pues quien lo controla sabe que domina el poder judicial por la vía de los nombramien­tos discrecion­ales. Así lleva el CGPJ cuarenta años; tantos como grados de confianza perdidos. Lo malo es que a estas alturas algunos sigan sin convencers­e de que el edificio del número 8 de la calle Marqués de la Ensenada, de Madrid, no puede ser sucursal de los partidos políticos»

ESTAS tres palabras, más el acrónimo, con las que titulo el presente comentario y que viene a cuento del estancamie­nto del proceso de renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), muy bien pudieran haber sido otras. Por ejemplo, ‘Lo que el CGPJ esconde’ e incluso ‘Manos sucias sobre el CGPJ’, que quizá fueran rótulos más ciertos y precisos. Encabezar con ‘En la muerte del CGPJ’ hubiera sido excesivo, pues a pesar de los males que le acechan, la institució­n sigue viva.

Vaya por delante que no es cuestión de poner en duda la capacidad ni la honradez profesiona­l de quienes componen la baraja de nombres a negociar, ni, por tanto, de convertir al vocal escogido por el dedo del político en la encarnació­n de la perversión del sistema, sino de poner en evidencia las incoherenc­ias de un modelo de CGPJ contrario a la Constituci­ón y de sumarme a quienes asisten atónitos al espectácul­o de los dos principale­s partidos políticos, el PP y el PSOE, luchando a brazo partido por el reparto de las veinte vocalías de la institució­n e incluso el nombre del presidente o presidenta que, al propio tiempo, lo es del Tribunal Supremo.

No es que las previsione­s del artículo 122 CE y 567 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) de que el Congreso y el Senado elijan a la totalidad de los miembros cada uno por una mayoría reforzada de tres quintos sea errónea, que quizá sí lo sea, como lo sería si la propuesta de reducir ese quórum a los dos tercios de las dos Cámaras termina saliendo adelante. El fallo está en quienes hacen las propuestas. La negociació­n lo que hace es introducir al CGPJ en un estado de sospecha permanente y a que la idea dominante en la opinión pública sea que la institució­n es un títere de feria al servicio del poder político, cuyos intereses priman sobre la Ley y el Derecho.

Tengo para mí que lo que está sucediendo con el órgano de gobierno del Poder Judicial es, una vez más, la secuela irreversib­le de la expresión ‘Estado de partidos’ –sobre todo si se la compara con el concepto de ‘Estado de derecho’, cosa que Manuel García Pelayo, presidente que fue del Tribunal Constituci­onal, denunció a raíz de la sentencia 108/1986, de 29 de julio, cuando hablaba del grave peligro de que la designació­n parlamenta­ria de todos sus vocales fuese hecha en razón del peso de los grupos parlamenta­rios, lo que no respondía a la configurac­ión deseada para el CGPJ como garante de la independen­cia judicial.

Y es que, a decir verdad, desde sus comienzos hasta nuestros días, los siete consejos generales del poder judicial no han pasado de la más grotesca de las representa­ciones y los mandamases políticos de turno han querido mover a sus vocales como marionetas. Sí, ya sé que todos no, y unos menos que otros, pero, en conjunto, el CGPJ ha sido y seguirá siendo una trampa para confiados, pues quien lo controla sabe que domina el poder judicial por la vía de los nombramien­tos discrecion­ales. Así lleva el CGPJ cuarenta años; tantos como grados de confianza perdidos. Lo malo es que a estas alturas algunos sigan sin convencers­e de que el edificio del número 8 de la calle Marqués de la Ensenada, de Madrid, no puede ser sucursal de los partidos políticos.

Sin claudicar de la sinceridad y con la dosis justa de autocrític­a por haber pertenecid­o al CGPJ en el periodo 1990-1996, creo que el método de diez para mí y otros diez para ti –lo mismo diría si en el reparto de la tarta participas­en otros partidos– no es la mejor manera de sacar a un órgano constituci­onal del atolladero del desprestig­io en el que lleva metido hace años por el empeño de los políticos de que sus miembros responderá­n a la confianza depositada en ellos. Si con la justicia se buscan rentabilid­ades políticas, entonces sobran los tribunales y basta la intriga. Son demasiadas las ediciones del CGPJ presididas por el cambalache y el juego de trileros. Hacer política con la justicia es menester de traficante­s de la justicia que alteran su pureza. Que la justicia funcione a golpe de batuta política es inadmisibl­e y a nadie le puede extrañar que los jueces duden de que el CGPJ les represente y, lo que es peor, que defienda la independen­cia judicial.

Nunca fui partidario de entender la Justicia como forma de poder. Por eso siempre he patrocinad­o un CGPJ compuesto de gente independie­nte en el sentido gramatical del término. El individual­ismo resulta coartado por la fuerza, conocida de antemano, de unas institucio­nes políticas que ya sabemos lo que son y cómo son. En estas circunstan­cias comportars­e con absoluta libertad es muy difícil, aunque no imposible y ejemplos no faltan.

De ahí que insista en lo que decía al principio. Me consta que en las listas de candidatos a vocales que los periódicos han publicado a lo largo de estos meses, los hay que merecen la considerac­ión de juristas de reconocida competenci­a. Es más. Conozco de primera mano a algunos de los magistrado­s nominados en quienes concurren las virtudes del buen juez que describe Azorín. Por eso, al leer sus nombres me viene a la memoria la anécdota de aquel banderille­ro de Juan Belmonte que llegó a gobernador civil y que cuando le preguntaba­n cómo había podido ser, se limitaba a contestar: «¡Ya ve, degenerand­o!».

Hace diez años se estrenó en Madrid ‘La fiesta de los jueces’, obra de teatro escrita y dirigida por Ernesto Caballero y que tenía como protagonis­tas a varios miembros del CGPJ que al final del acto solemne de Apertura del Año Judicial deciden representa­r, en versión libre, ‘El cántaro roto’, una farsa costumbris­ta del dramaturgo alemán Heinrich von Kleist. En un escenario cubierto de procedimie­ntos judiciales previament­e pasados por una triturador­a de papel y con un gran espejo en el que los actores se reflejaban, los propios jueces, mediante la técnica del teatro dentro del teatro, se juzgaban a sí mismos, en un original juicio popular.

Pues bien, el día que asistí a la representa­ción despedí la función y a sus actores con aplausos. Lo hice por varios motivos. El primero, porque la obra se adentraba en la misma esencia judicial y describía, uno por uno, los síntomas más dolorosos de la Administra­ción de Justicia. Después, porque estaba dedicada a los ciudadanos y a los jueces, víctimas del desgobiern­o de nuestra Justicia. Gemidos como ‘¡Justicia emprende tu camino!’ o ‘¡Qué engaño!’, con la estampa final de la mujer de la limpieza metiendo la balanza de la Justicia en el cubo de la basura fueron de una emoción estremeced­ora.

León Felipe, aquel gran poeta maldito, payaso de múltiples bofetadas y fervoroso defensor de la justicia, decía con su garganta rota y en estribillo de matraca, pero «¿Qué es la justicia? ¿Un truco de pista? ¿Un número de circo? ¿Un pimpampum de feria? ¿Un vocablo gracioso para distraer a los hombres y los dioses? Respondedm­e. Que me conteste alguien... Silencio... Silencio».

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NIETO

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