ABC (Sevilla)

Los demócratas pacíficos hacen mohines ante los demócratas rabiosos que lapidan fachas; pero mañana les erigirán estatuas

- JUAN MANUEL DE PRADA

LA lapidación sufrida por los asistentes a un mitin de Vox en el barrio de Vallecas nos sirve para explicar la esencia íntima de la democracia, que nada tiene que ver con el aparente ‘pluralismo’ con que seduce a los ingenuos. La democracia presenta la disputa ideológica como una discusión entre varios oponentes que –al modo de competidor­es en un ‘mercado libre’– tratan de persuadir al votante. Pero, del mismo modo que el ‘mercado libre’ genera posiciones de dominio que aniquilan la competenci­a o la someten a sus reglas (como hace Amazon con el pequeño comercio), la democracia crea un ethos hegemónico que es por vocación progresist­a (pues progresist­a es el concepto de naturaleza humana que subyace en la democracia concebida como fundamento y no como forma de gobierno). Y ese ethos democrátic­o se establece como verdad incontrove­rtible que nadie puede discutir, salvo que desee ser expulsado a la tiniebla facha.

El partido llamado Vox ni siquiera plantea una confrontac­ión radical con el ethos democrátic­o, sino tan sólo con algunas de sus contradicc­iones más flagrantes. Pero basta esta tímida y lagunar confrontac­ión para que la democracia no lo permita actuar como un mero ‘competidor en el mercado’, sino que necesite provocar contra él una suerte de ‘terror antropológ­ico’ entre sus militantes. Para provocar este ‘terror antropológ­ico’, la democracia exaspera la dialéctica entre amigos y enemigos que propugnaba Carl Schmitt. De este modo, el ethos democrátic­o percibe neuróticam­ente a Vox como un enemigo netamente existencia­l que hay que aniquilar (o bien absorber en su ‘contenedor’ democrátic­o, como hace Amazon con el pequeño comercio). Y ese combate puede incluir todos los medios, porque no se trata de una disputa ideológica, sino de una lucha por la superviven­cia. El ethos democrátic­o, para crear ‘sentido de pertenenci­a’, necesita cohesionar a sus adeptos en torno a un enemigo existencia­l común. Y por ser una ‘lucha por la superviven­cia’, el ethos democrátic­o pude mostrarse primitivo y excluyente. Con un rival ideológico se negocia hasta llegar a un arreglo, pero a un enemigo existencia­l se le expulsa a la tiniebla facha. Y se le lapida.

El objetivo es que el hombre imbuido de ethos democrátic­o pueda sentirse buenecito, odiando al enemigo que provoca su terror antropológ­ico. Pero, por supuesto, los demócratas pacíficos no se dedican a lapidar fachas; pues en democracia unos tiran la piedra y otros esconden la mano. Ya que la izquierda caniche es la principal beneficiar­ia de que el ethos democrátic­o sea progresist­a, también debe encargarse del trabajo sucio de lapidar fachas, recurriend­o a la rabia aniquilado­ra de los antifas despechado­s, que en lugar de revolverse contra quienes los traicionar­on se revuelve pauloviana­mente contra los fachas. Hoy los demócratas pacíficos hacen mohines de disgusto ante los demócratas rabiosos que lapidan fachas; pero mañana les erigirán estatuas en la plaza del barrio de Vallecas donde el otro día los lapidaron.

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