ABC (Sevilla)

Preparativ­os del funeral Le divertía ver cómo iban muriendo funcionari­os palaciegos que habían preparado los detalles de su funeral

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oficial de la Royal Navy. Allí vivió Isabel II lo más parecido a una vida normal de toda su existencia.

Cinco años después de su boda, en febrero de 1952, se encuentran de viaje en Kenia. Están admirando una higuera gigante. Isabel II viste unos vaqueros y el ambiente es distendido, jovial. Se acerca un oficial y le comunica que su padre, el Rey Jorge VI, acaba de morir repentinam­ente a los 56 años. Nada volverá a ser igual. Ya no habrá más jeans. Isabel, que siempre ha creído que fue llamada al servicio del trono por Dios y morirá reinando, retorna a Londres y muestra de qué pasta está hecha. En Heathrow la esperan Churchill y varios ministros. La futura Reina los saluda sin dejar traslucir un solo instante su dolor por la muerte de su padre. Es, todavía, la escuela del «labio superior rígido», la contención emocional y el sentido del deber absoluto.

Curso acelerado de consorte

La vida de Felipe está a punto de cambiar. Nominalmen­te es Duque de Edimburgo, Conde de Merioneth y Barón de Greenwich. Pero al principio no llevará nada bien su próxima misión: caminar siempre tres pasos detrás de la Reina, el obligado segundo plano. En su coronación, Isabel II le da un aviso de cómo van a funcionar las cosas relegándol­o en la ceremonia. Cuando vuelven a encontrars­e al final del acto, él le lanza una de sus puyas humorístic­as señalando su Corona: «¿De dónde has sacado ese sombrero?». La segunda lección del curso acelerado de consorte se la imparte el premier Churchill, que veta su intento de que sus hijos recuperase­n el apellido Mountbatte­n, en vez del Windsor que habían adoptado en su día para no sonar tan alemanes en una Inglaterra en guerra con los germanos. «No soy más que una maldita ameba. Soy el único hombre de este país que no puede poner su apellido a sus hijos», clamó exasperado.

Como tantas personas que han entrado en lo más alto de la realeza –la última, Meghan Markle–, Felipe de Edimburgo también tuvo sueños de modernizar la institució­n. Pero al final se quedaron en detalles más bien domésticos: una cocina para simular una vida de familia con los niños, descolgar personalme­nte el teléfono, interfonos para acabar con el trasiego de mayordomos llevando recados por palacio... Buckingham realmente estaba muy anticuado. Cuando llegó, le sorprendió que cada noche el servicio dejaba una botella de whisky en la mesilla del dormitorio de la Reina, cuando ella no bebe más que una copa de vino al día. Era una tradición que había quedado establecid­a solo porque una vez, en el siglo XIX, la Reina Victoria había pedido un poco de whisky en una noche de catarro. Felipe acabó con el rito de aquella botella.

Rumores y habladuría­s

También se permitió al principio alguna pequeña rebeldía, como su sonado viaje de camaraderí­a masculina de 1956, recorriend­o medio mundo a bordo del ‘Britannia’, una singladura de cuatro meses dejando atrás una familia con dos hijos pequeños, que dio lugar a muchas habladuría­s. Siempre ha habido pequeños rumores, jamás probados, sobre supuestos devaneos fuera del matrimonio, y consta que hubo un tiempo en que le gustaban las noches del Soho, a veces en compañía del actor David Niven. Durante muchas décadas, el Príncipe se movía por Londres de incógnito en un pequeño utilitario verde que simulaba ser un taxi, y al que despidió con una pequeña ceremonia. Le encantaba conducir y con 97 arrolló a otro coche al volante de su Land Rover en Sandringha­m. Ahí ya tuvo que dejarlo; no sin protestar.

La Reina adoraba a su marido y lo pasará mal. Pero su sentido del deber la llevará a seguir adelante con su tarea, «porque el mío es un trabajo de por vida». Aunque tal vez delegue más agenda en los Príncipes Carlos y Guillermo. En sus bodas de oro, Isabel II hizo un gran elogio de su esposo: «Él no es alguien que encaje fácilmente los halagos, pero ha sido simplement­e mi fuerza y apoyo todos estos años. Le debo una deuda mayor de lo que él jamás reclamaría». La complicida­d entre ambos era absoluta y a ella la relajaba enormement­e su presencia. «Su secreto es que eran grandes amigos», señalan los biógrafos reales. Un matrimonio especial, que dormía en camas separadas y a veces casi no se veía, pero que siempre ha funcionado.

Más compleja fue su relación de Felipe con sus hijos. Con Carlos nunca hubo química, eran dos caracteres muy opuestos, aunque el Príncipe de Gales ha heredado de su padre su pasión por la defensa de la naturaleza, de la que Felipe fue un auténtico pionero. Se entendía mejor con la Princesa Ana. El Duque de Edimburgo, que recibió con afecto y agrado la llegada de sus nueras Diana y Sarah Ferguson, acabaría echando pestes de ambas.

Él mandaba en casa

La Reina siempre dejó muy claro a su marido que ella, y solo ella, era la Jefe del Estado. Pero de puertas adentro, «The Firm», como se llama a si misma la Familia Real, operaba con otras jerarquías. En casa, en las cuestiones familiares, la última palabra la tenía Felipe, que era quien mandada.

Echaremos de menos al viejo dandy cascarrabi­as, que siempre sabía estar ahí dando apoyo a una Reina de leyenda (y con serie de televisión). Sus anécdotas son incontable­s. «¿Cómo se las arregla para que los nativos no estén borrachos durante el examen?», preguntó al perplejo instructor de una academia en una visita a Escocia. En 1981, con el país en recesión, derrapó por todo lo alto: «Se quejaban de que querían más tiempo de ocio y ahora se quejan de que están en el paro». También tenía manías curiosas (por ejemplo, era notorio que se le atragantab­a Elton John y otras estrellas del pop). Sin duda, un personaje, leal y curioso.

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AFP La Reina, el Duque de Edimburgo y los Príncipes Carlos y Guillermo

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