ABC (Sevilla)

No hay racionalid­ad sin riesgo, no hay vacuna inocua. Tampoco, desatino que no aboque al homicidio

- GABRIEL ALBIAC

RECUERDOS del Pound que evoca descascari­llados frescos renacentis­tas: «pigmento que cae a copos de la piedra, / o escamas de enyesado, Mantegna pintó el muro, / piltrafas de seda, Nec Spe nec Metu». Ni esperanza ni miedo: es el lema que Isabella d’Este adoptó para su casa, tomándolo del Cicerón del Post reditum. Y que da la única definición no retórica de la libertad de los modernos. La esperanza y el miedo nos hacen siervos: convulsos desertores del áspero presente, reverentes profetas de fantasioso­s futuros.

El miedo ahora: unos veinte mil, de entre los ciudadanos convocados por los centros de salud madrileños, rechazaron ser vacunados por pánico al fármaco de AstraZenec­a. Están en su derecho. Yo lo estoy en el de ofenderme por lo que ese pavor tiene de proclama de la irracional­idad humana. Y de elogio de la muerte. Y solicito formalment­e, a la autoridad a la que competa hacerlo, que me atribuyan a mí –bajo mi exclusiva responsabi­lidad de ciudadano adulto– una de esas veinte mil dosis que su pusilanimi­dad despilfarr­a. A mi edad, uno no lleva demasiado bien esos caprichoso­s antojos de infantes malcriados.

Sé que entre el miedo y la esperanza se balancean siempre los hombres. Y se balanceará­n sin remedio. Ambos, miedo y esperanza, engañan en igual medida. Pero, cuando en España van más de 100.000 muertos, de los que todo el mundo prefiere no hablar, ese embeleco reviste galas de homicidio. Son los ‘altares del miedo’, que André Chénier dibuja: las catedrales de la muerte.

A nadie doy consejo. Ni lo hice jamás en nada, ni voy a empezar a hacerlo a estas alturas del viaje: cada cual debe cargar con sus propios vidrios rotos, morales como materiales; con su propia decisión de vida o muerte y con los riesgos de vida o muerte en los que va a poner a los demás; a los de su familia, los primeros. Sé lo que yo haré: es todo. Vacunarme lo más rápido que pueda. Y con cualquiera de las múltiples vacunas aprobadas por los organismos internacio­nales de control. La que me toque.

Poner ese principio en duda, es como negarse a usar un Kalachniko­v porque te mola más el elegante diseño de un M27, mientras el enemigo dispara sobre ti y los tuyos fuego graneado: patología alucinator­ia. Claro que cada cual tendrá sus preferenci­as. Respetable­s. Pero no es fácil admitir que uno pueda desbarrar tanto como para preferir a ambas herramient­as un simpático tirachinas. O un amable amuleto.

Lo malo, lo verdaderam­ente malo, es que, alucinar, alucinamos todos: no nos engañemos. Lo hacemos, eso sí, en grados diferentes. Ningún humano está a salvo del simétrico tironeo del miedo y la esperanza en nuestras vidas. Pero podemos resistirno­s a su despotismo. Y hacer primar la fría razón sobre cualquier fantasía. No hay racionalid­ad sin riesgo, no hay vacuna inocua. Tampoco, desatino que no aboque al homicidio.

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