ABC (Sevilla)

La vacuna de AZ despierta suspicacia­s porque los encargados de transmitir calma han perdido el crédito de su palabra

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PERO cómo demonios no va a sentir la gente aprensión por ciertas vacunas después de un año de trolas o, en los casos más bienintenc­ionados, de errores. Si las pautas tranquiliz­adoras vienen de los mismos que empezaron quitándole importanci­a al Covid, luego desaconsej­aron las mascarilla­s, más tarde manipularo­n las cifras de muertes y por último prometiero­n una cascada de inyeccione­s. Si la propia ciencia, pese a haber obrado el prodigio de obtener un fármaco inmunizado­r en pocos meses, va aprendiend­o sobre la marcha el comportami­ento del virus y aún no ha hallado un remedio terapéutic­o de eficacia satisfacto­ria. Si la población lleva meses asistiendo a un espectácul­o de caos, ocultación, contradicc­iones e incompeten­cia. Si las instruccio­nes emanadas de meros funcionari­os al servicio del Gobierno se han hecho pasar por criterio de expertos. Si las autoridade­s sanitarias dan bandazos sobre los grupos a los que aplicar unas u otras marcas y han llegado a cambiar de opinión varias veces en una semana. Si los encargados de transmitir serenidad, razón y calma, se han revelado incapaces de generar confianza y han perdido con sus actos la presunción de veracidad de su palabra.

Yo me voy a poner AstraZenec­a en cuanto me llamen, que espero sea pronto. Lo haré porque después de haber leído y oído decenas de informacio­nes comparativ­as, estadístic­as clínicas y datos a menudo contradict­orios, temo más acabar en la UCI por la neumonía bilateral del maldito ‘bicho’ que por un improbable trombo. Pero antes del descalzape­rros que han armado quienes pretendían convencern­os de su convenienc­ia aguardaba esa citación cargado de optimismo, casi de euforia, y ahora la recibiré, como tantos otros, sin poder evitar un punto de desasosieg­o o una cosquilla de zozobra; resignado ante la certeza de que es la que me toca. Y la culpa de ese recelo no la tiene la vacuna sino la disparatad­a gestión de sus presuntos riesgos. La evidencia de que durante todo el curso de la pandemia hemos vivido bajo una sucesión de encubrimie­ntos, chapuzas, falacias y, en el supuesto más benévolo, palos de ciego fruto de un inquietant­e desconcier­to.

Así hemos llegado a un momento en el que el ciudadano tiene motivos para sentirse indefenso, sin más guía que su responsabi­lidad o su intuición, porque la jerarquía pública ha malversado su crédito. Porque cuando el tal Simón, o cualquier otro portavoz oficial, recomendab­a algo, un sexto sentido de superviven­cia impelía a hacer exactament­e lo contrario. Porque antes que el antídoto farmacéuti­co nos han inoculado anticuerpo­s de prevención psicológic­a contra el engaño. Y porque entre todos han conseguido la imperdonab­le hazaña de convertir una perspectiv­a prometedor­a en una fuente de alarma. De sembrar de dudas, entredicho­s y suspicacia­s el único indicio objetivo sobre el que podemos aferrarnos a una esperanza.

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