ABC (Sevilla)

Hoy el Pasa la vida me puede sonar tan inconsolab­le como los pitos del Silencio

- J. FÉLIX MACHUCA

TENGO en la mano un cristal fino rebosante de fresca manzanilla y como Hamlet me pregunto aquello tan existencia­lista de ser o no ser, esa es la cuestión. Estrello el catavino contra el suelo para que la uva que fue limpie de bajío el terrizo que mide nuestra suerte. Una tentación irreprimib­le me empuja a abrazarme a un poste de la Feria perdida, como dicen que se abrazan a los árboles los druidas de la nueva religión verde, mientras invoco a los dioses de los farolillos para que este domingo no nos duela tanto. No sabía que una herida sin sangre podía ser tan profunda como la que hoy tiene desangrada a la ciudad. No sabía que hay guerras que sin un solo disparo ocasionan tantas bajas civiles. No hay nada más infernal que un abril sin coches locos y sin caldo de puchero al amanecer. Nos han hackeado el alma y se han llevado los fondos sentimenta­les de la tarjeta del banco luminoso de Los Remedios. Sabía que uno descubre el valor de lo que tuvo cuando ya no lo tiene. Ahora sé que el oro humilde del albero es polvo de estrellas, que el carruaje más modesto de los hermanos Contreras reduce a carrito del helado al que tuvo Alejandro con ruedas plateadas y riendas de seda; que hay medallas de chocolate que solo se ganan en las buñoleras…

Yo no sabía que hoy puede sonarme el ‘Pasa la vida’ de Manolo Garrido tan inconsolab­le como los pitos del Silencio; que las cartas que iban y venían desde Londres a Madrid se queden en un frustrado guasá entre amigos sin convivenci­a; que una papa de considerab­les dimensione­s nunca será una borrachera, sino una especie de iniciación a los misterios eleusinos que guarda Deméter en la trastienda de la caseta. Yo no sabía que no hay piel más hermosa que la canela que le saca el sol a la de nuestras mujeres en abril y que ninguna reina, ni de España, ni de Inglaterra, ni de Suecia, ni de Samarkanda guarda en sus vestidores el traje más bello del mundo, ese que cuelga en sus volantes tempestade­s de alegrías y en sus lunares besos tan dulce como el vino. Tampoco sabía el valor de una pringá, ni que la obligada hospitalid­ad griega la sigamos practicado con los viajeros al pie de la barra metálica de las casetas. Echad más arroz a la perola que una caseta es una ONG y estamos confabulad­os para dibujar una risa en el rostro del mundo.

Hoy no echaremos las lonas de la caseta para comprobar que Camarón y la Bernarda siguen sin reencarnas­e. Tampoco sabía y lo he descubiert­o ahora que el caos del Callejón del Infierno lo echara tan en falta que rememorarl­o me suena casi tan bien como la ‘Obertura de los locos’ de Supertramp. Abrazado al poste de la feria como al árbol de la vida os iba a decir que os espero a todos en Joselito El Gallo, para cruzar la bahía, contaros la historia de una amapola, despejar la duda de amor entre Dolores y María y tirarme al pozo por los que se fueron, a los que no podremos cantar porque estamos roncos de pena…

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