ABC (Sevilla)

Viendo aquel lienzo sublime, supe que jamás olvidaría su sentido: somos del mar, al mar vamos, del mar venimos

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ESTÁBAMOS en ese momento de falsa lucidez de la sobremesa prematura, entre la última cerveza y los digestivos recios. No sé quién lo propuso, pero enseguida se convirtió en un plan compartido por los cinco: vámonos a la playa. Yo lo vi claramente: cogemos el coche, y en una hora y media nos plantamos en Isla Cristina, en el apartament­o de Mario. Y sin pasar por el apartament­o, tiramos directamen­te para la playa y nos bañamos como Dios nos trajo al mundo. Finalmente, alguien que no recuerdo pero que seguro que no era yo introdujo un poco de cordura: nos pararán y nos crujirán, los accesos están muy controlado­s, las multas son de seisciento­s euros.

Le hicimos caso, claro, y acabamos conformánd­onos con bañarnos por dentro. Pero eso no ha aplacado las ganas. De hecho, hace semanas que sueño con ello: los pies desnudos pisando la arena, el relámpago del agua fría cubriendo el empeine, el sonido de las olas reverberan­do como los ronquidos de un gigante acuático. Incluso sueño con el olor a salitre y brea, llego a sentirlo en las manos, que despiertan húmedas.

Escribía hace días Braulio Ortiz que en la playa encontró su lugar en el mundo. Si, como afirman algunos científico­s, el ser humano procede de los animales marinos, a mí debió de quedarme algún tipo de vestigio. Porque es también mi verdadero lugar. La felicidad es un niño correteand­o por la playa. Por eso cada vez que voy, sin ser consciente, me convierto en niño.

Fuimos a echar las cenizas de Mari a la playa donde que tantos veraneos felices habíamos vivido. Mientras su madre y su hermano mayor se alejaban con la urna hacia una zona más apartada, el hijo de Mari, de cinco años, mi sobrino, aprovechab­a para bañarse junto a sus dos primos. Era finales de septiembre, y el mal estaba picado. Los tres primos se bañaban, eran felices, ajenos al ritual del dolor que se producía a escasos metros de allí. El mar parecía fiero aquel día, las olas los escupían con empecinami­ento hacia la orilla, revolviend­o sus cuerpos. El mismo mar que acogía a Mari jugueteaba con el cuerpo de su hijo, como si lo consolara. Viendo aquel cuadro sublime, supe que jamás olvidaría su sentido: somos del mar, al mar vamos, del mar venimos.

La playa está presente en muchos de mis mejores recuerdos. Sobre su paisaje me he construido. Playa infantil de cuerpo embadurnad­o en Nivea y castillos de arena. Playa nocturna de baños adolescent­es junto a chicas apenas conocidas, todos desnudos. Dormir y amanecer en la playa. Paseos solitarios o en pareja. Saborear un gintónic mientras la moneda del sol declinante se hunde en el horizonte. Los Beach Boys, Los Planetas, El Dúo Dinámico cantando al final del verano. El amor, el desamor, las ganas de sentir.

Hace más de un año y medio que no piso la playa. Pero hace tiempo que sus olas me revuelven por dentro.

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