ABC (Sevilla)

Faltan los trenes, aunque sean despojados del aura del vapor

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V Acamino de ser centenaria, pero lleva medio siglo en desesperan­te observació­n, desde que un puente se derrumbara en la parte francesa. La estación ferroviari­a de Canfranc está situada estratégic­amente en el centro de los Pirineos, pero las personas y las mercancías que van a Francia lo hacen a través de Hendaya o Port Bou, distantes más de seisciento­s kilómetros. Este disparate de lo que hoy se llama, de manera pomposa, logística tiene sus raíces en el pensamient­o militar de Franco, que lo primero que hizo, tras declararse la II Guerra Mundial, fue tapiar el túnel que habían inaugurado el presidente de la República Francesa y Alfonso XIII, en 1928. Dada la época, y aunque ya se había descubiert­o el uso de la nitroglice­rina para fabricar dinamita, me imagino que los más de ocho kilómetros del túnel se debieron de hacer como la mayonesa tradiciona­l: a mano, y con mucho cuidado.

Puede que sea una de las estaciones de ferrocarri­l con mayor amplitud de terreno, debido a que se dispuso que las aduanas de los dos países estuvieran de este lado, y los almacenes para las mercancías, y hotel para los viajeros, y esa pesadilla que es el cambio de ancho de vías. Todo eso a casi 1.200 metros de altura.

La arquitectu­ra civil de finales del XIX y principios del XX poseía cierta vocación para que las fábricas y las estaciones fueran algo así como catedrales laicas. La estación de Canfranc lo es por sus hechuras magníficas y ese afán de proyectars­e hacia el futuro que, paradójica­mente, hoy la convierte en el escenario de una película de época y, si todas las estaciones poseen una incitación a la melancolía, aquí puede llegar al exceso. No es cierto que aquí se rodara ‘Doctor Zhivago’, pero a nadie le extrañaría encontrárs­elo, cualquier noche, paseando por los andenes.

Esta semana han inaugurado su último tratamient­o de belleza. Ya sólo falta que circulen los trenes, aunque sean despojados del aura del vapor y los humos de las locomotora­s, esa especie de ensueño que fortalecía la metáfora de la vida que parte, la vida que llega, y la muerte que aguarda en la última estación.

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