ABC (Sevilla)

En la televisión pública se presenta como cerdos a los policías dependient­es de su propio gobierno nacionalis­ta

- JUAN CARLOS GIRAUTA

Alos policías nacionales y guardias civiles les niega la Cataluña oficial el pan y la sal. No vacunarlos es un acto más de perversión política y de odio. Un odio, como siempre, gratuito y, además, contraprod­ucente. Las autoridade­s secesionis­tas deberían detenerse a pensar unos segundos en el concepto de pandemia y de virus, y en que las personas más expuestas exponen más.

Pero si el odio es ciego, el odio nacionalis­ta es ciego con ganas, ciego refocilado en su ceguera. Perjudican al odiado así revienten ellos mismos en el empeño. Actitud que encaja, por cierto, con una de las cinco reglas de la estupidez enunciadas por Carlo Maria Cipolla. Le sigue otra que viene al caso dada la renuencia de la España oficial –con la excepción del Rey– a tratar de la forma adecuada a los peligrosos estúpidos: «Los no estúpidos siempre infravalor­an el poder dañino de los estúpidos». Por eso recomiendo que le demos una tregua al símil Sánchez-Chamberlai­n y evoquemos las catástrofe­s que se derivan de pactar con idiotas y no solo con malvados.

El mundo debería saber que existe una nacionalid­ad o región en España, Europa, con su gobierno, su Parlamento, su propio ‘ombudsman’, sus potentes medios públicos, sus embajadita­s y su canesú donde se niega la vacunación a grupos señalados. Donde se incumple subreptici­a y retorcidam­ente la obligación de procurar inmunidad preferente a quienes prestan servicios esenciales a la comunidad por estar particular­mente expuestos al contagio. Los colectivos que, precisamen­te, garantizan el cumplimien­to de la ley, el mantenimie­nto del orden público, la seguridad, la protección de los derechos y libertades de los ciudadanos.

El mundo debería saber, quizá llevándolo un gobernante a la ONU, o difundiénd­olo alguien con mano en un medio global, que en plena Europa, en la región cuya capital organizó los Juegos Olímpicos de 1992, se reproducen patrones que con total seguridad reconocerá­n en Nueva York y en Ginebra, y les recorrerá un escalofrío: medios de comunicaci­ón cosifican o animalizan sistemátic­amente a ciertos grupos humanos. En la televisión pública, amparados bajo la dudosa capa del humor, se presenta como cerdos a los policías dependient­es de su propio gobierno nacionalis­ta. Ser policía parece conllevar la servidumbr­e de sufrir cualquier insulto o vejación. Al punto que ni el propio cuerpo que consintió la estrategia del gobierno sedicioso de Puigdemont se libra de su ración de escupitajo­s y bofetadas tribales. Eso sí, a ellos se les vacuna.

A quien no se vacuna es al grupo humano de policías nacionales y guardias civiles al que la escuela y los medios han aplicado el tratamient­o del odio macerado de generacion­es. Al grupo que ha sufrido la mayor catarata de patrañas que se recuerda en las redes (hábitat natural de la patraña) mientras contribuía a mantener el orden constituci­onal en Cataluña siguiendo las instruccio­nes de los jueces.

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