ABC (Sevilla)

El Risitas ha sido uno de esos personajes paradójico­s que da Sevilla: la amargura a carcajadas

- ALBERTO GARCÍA REYES

CON los dientes en el bolsillo, caídos de apenas usarlos, Juan tenía en la boca una muralla defensiva, dos o tres merlones despegados de las encías y un coladero de almenas por el que se metía la necesidad a flechazos. Y a pesar de ese destino murillesco de hombre de callejones traseros, de Rinconete cervantino con el pellejo estirado a palos de tristeza, será recordado como el Risitas. Porque desde su muralla salían como bolas de catapulta las carcajadas del hambre. Una vez le preguntó Quintero, su mesías, que de qué cobraba. Y él le contestó: «De las preguntas que tú me contestes». Nunca sabremos si él era la incógnita o la respuesta de esa Sevilla esperpénti­ca de los hijos de mil padres, niños criados en mancebías, oradores de media lengua, manirrotos del dinero ajeno, maestros del toque y demás catedrátic­os de la superviven­cia. El Risitas ha sido un espectro bufo del dolor sevillano, el muñeco de todos los ventrílocu­os, la agonía desternill­ándose, un esqueleto que ha conservado el tuétano de la gracia natural como se conservan los retablos barrocos. Pepe Peregil, el tabernero que igualaba a los aristócrat­as, ricos de cuna, doctores, obispos, alcaldes y académicos numerarios con los desportill­ados, errantes, mellados, pedigüeños, tunantes, astrosos, fulleros y majaretas, le dijo una vez: «Risitas, mira que eres feo». Y Juan le respondió: «Cuando como jamón, mejoro». Peregil aliviaba su vacío con una concha de jamón de mono o de altramuces y dos vasos de mosto cuando su estómago tenía más eco que la catedral, pero su casa estaba especializ­ada en quitar pesares, no hambrunas. Y tampoco está claro que el Risitas tuviera más necesidad de quitarse el apetito que la pena. Lo único evidente es que formaba parte de esa fauna de buscavidas que vivaquean en el zoco de la ojana. En Cádiz destacaban los velocistas del ingenio: Espeleta, Peroche, Picoco, el Melu... En Sevilla predomina el surrealism­o: la Pantojita con una guitarra a cuestas que jamás toca, el Vari afeitándos­e en un charco, el Risitas descojonán­dose de su amargura... Todos tienen una cosa en común: siempre se les pone el sol con el último céntimo. Han vivido a lo ancho, no a lo largo. Unas veces de trilero y otras de gancho. Unos días con mil duros entre los piños del bolsillo y otros con la olla del hospicio. Sólo hoy. Ahora. El después es para los usureros del tiempo. Prestamist­as de un capital sin garantías.

El Loco quiso convencer una vez al Risitas de la fama que había cogido y le contó que hasta Tom Cruise había dicho ‘cuñaaaaaao’. Y Juan, como buen desgraciad­o sin ínfulas, se encogió de hombros: «¿Cruyff el del Barcelona?». Por eso pasó de estrella de la televisión española a figura de la BBC. Bodas, bautizos y comuniones. Y de ahí a la Caridad de los hijos de Mañara. Y de ahí al retablo de los personajes que Sevilla recoge de las iras del levante. Así que, como él alargaba las vocales de sus afectos —cuñaaaaaao, ezúuuuuu, ríeteeeeee—, una por cada diente perdido, yo alargo ahora su epitafio: oleeeeee.

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