ABC (Sevilla)

TRIBUNA ABIERTA

- POR LUIS LUIS MARÍN SICILIA ES NOTARIO

La banda se desinfla

El 4-M ha supuesto el principio del fin de una banda de sectarios que ha ocupado las institucio­nes y está esquilmand­o nuestros bolsillos

URANTE las muchas negociacio­nes para formar gobierno, antes de la moción de censura, Pedro Sánchez contactó con el entonces líder de Ciudadanos, Albert Rivera. De aquellos cambios de impresione­s no debió salir muy convencido el político centrista, que terminó calificand­o al proyecto de Sánchez como a una banda, una pandilla de ambiciosos desprovist­os de principios éticos que ahormaran un proyecto común inteligibl­e y provechoso para el conjunto de la nación. Y en efecto, el sanchismo llegó al poder gracias a una amalgama de grupos y personajes que solo tenían en común su vocación de ruptura del orden constituci­onal y de la propia esencia de la soberanía nacional.

Selecciona­ndo a lo más radical de cada casa, Pedro Sánchez se rodeó de gente adoctrinad­a, de escasa formación intelectua­l, con una visión sesgada de la historia y con una vehemencia verbal agresiva obsesionad­a con la descalific­ación del adversario, tildando de fascista a todo aquel que no aceptara su visión de las cosas, haciendo así buena la profecía de Churchill según la cual los fascistas del futuro se llamarían a sí mismos antifascis­tas. Una operación de sucesivas mociones de censura (el juguete preferido de un político fullero) alertó a la víctima más apetecida por el sanchismo, la madrileña Díaz Ayuso, que tuvo la intuición de citar a los madrileños para que opinaran sobre el particular. El resultado es conocido y ha supuesto un auténtico triunfo de una sociedad abierta, como la madrileña, frente al oscurantis­mo de quienes todo lo confían a la propaganda que oculta una gestión del interés público calamitosa y sectaria.

El pasado día 4 afloró algo en la conciencia ciudadana que ya venía larvándose ante un guerracivi­lismo en el que, incomprens­iblemente, había caído el socialismo que, olvidando su exitosa andadura socialdemó­crata, había regresado a los peores recuerdos de su historia resucitand­o un frentepopu­lismo de tan trágicos resultados. No es de extrañar que, ante la deriva del sanchismo, muchos intelectua­les, filósofos y políticos de la izquierda democrátic­a anunciaran, en plena campaña de las autonómica­s madrileñas, que votarían a Ayuso como tanta gente que iba a Madrid en busca de libertad. Es decir, habían decidido liberarse de ese atosigante sectarismo de una banda que considera ultra y enemigo a todo aquel que expresa su libre pensamient­o sin ataduras impuestas por las directrice­s del jefe de la pandilla.

Bastó para triunfar que una mujer normal, valiente y comprometi­da con sus representa­dos aceptara el reto de oponer gestión a propaganda, inspirándo­se en la idea fuerza de la libertad, sin la cual, y pese a su fragilidad, no cabe una verdadera democracia. El Partido Popular encontró en la firmeza de su lideresa madrileña el bastión más apropiado para enfrentar un concepto de la política mo

Dderno y tolerante a esa atolondrad­a amalgama de mensajes buenistas basados en la división de la sociedad en minorías teóricamen­te marginadas. Y se apoyó en algo que todo el mundo entiende: la libertad es el motor de la historia; la persona es el fundamento de la democracia. Sin hombres libres e iguales no hay democracia y ser libre es actuar sin más contrapeso que el respeto a la ley. Lo contrario a la libertad, y de eso saben mucho los de la banda, es imponer lo que hay que hacer, lo que hay que decir y lo que hay que pensar. Las cartas quedaron marcadas: una sociedad libre frente a una sociedad intervenid­a. Unos ciudadanos que quieren luchar por su futuro, confiados en su propia capacidad, frente a unos súbditos adoctrinad­os sometidos a la tutela de sus protectore­s. Una sociedad abierta y liberal frente una sociedad cerrada e intervenid­a por un poder al que todo se le deba. La banda se desinfla tras el resultado electoral madrileño, y la primera víctima ha sido un personaje siniestro para la estabilida­d emocional del país. Tienen razón quienes sostienen que antes de Pablo Iglesias todos éramos mejores. Pero la crispación generada en la sociedad española no es sólo atribuible a quien anuncia su retirada de la política tras el fracaso electoral. Fue Pedro Sánchez, en su desmesurad­a ambición de poder, quien sentó a su vera en el Consejo de Ministros a un personaje tosco, ordinario y grosero que ha hecho de la zafiedad su norma de conducta. Uno y otro, Pedro y Pablo, se entregaron a un populismo que según indica Alain Minc (’La nueva Edad Media’) «se deriva en profundida­d de una sociedad angustiada, lanzada a la búsqueda desesperad­a de coherencia». Y ha sido ahí, en la incoherenc­ia entre discurso y conducta, donde el dúo populista ha cavado su fosa.

La aventura sanchista parece haber iniciado su declive y, posiblemen­te, sean muchos socialista­s, ante el riesgo de que acabe con el PSOE, los que más aprieten en su descabalga­dura. La sociedad madrileña se ha rebelado contra algo inaceptabl­e en palabras de Gabriel Albiac: «La sobredosis de envilecimi­ento que todo lo enfanga, protagoniz­ada por una mediocrida­d parasitari­a que produce náuseas». Pedro Sánchez, el que se oculta cobardemen­te ante una derrota personal, dijo en el cierre de campaña que si las elecciones madrileñas dieran el triunfo a la derecha «supondrían el principio del fin de la democracia». La realidad ha sido otra: el 4-M ha supuesto el principio del fin de una banda de sectarios que, desde un populismo asfixiante, ha ocupado las institucio­nes y está esquilmand­o nuestros bolsillos. La economía, su marrullerí­a y su ausencia ante la pandemia le darán su merecido.

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