TRIBUNA ABIERTA
La banda se desinfla
El 4-M ha supuesto el principio del fin de una banda de sectarios que ha ocupado las instituciones y está esquilmando nuestros bolsillos
URANTE las muchas negociaciones para formar gobierno, antes de la moción de censura, Pedro Sánchez contactó con el entonces líder de Ciudadanos, Albert Rivera. De aquellos cambios de impresiones no debió salir muy convencido el político centrista, que terminó calificando al proyecto de Sánchez como a una banda, una pandilla de ambiciosos desprovistos de principios éticos que ahormaran un proyecto común inteligible y provechoso para el conjunto de la nación. Y en efecto, el sanchismo llegó al poder gracias a una amalgama de grupos y personajes que solo tenían en común su vocación de ruptura del orden constitucional y de la propia esencia de la soberanía nacional.
Seleccionando a lo más radical de cada casa, Pedro Sánchez se rodeó de gente adoctrinada, de escasa formación intelectual, con una visión sesgada de la historia y con una vehemencia verbal agresiva obsesionada con la descalificación del adversario, tildando de fascista a todo aquel que no aceptara su visión de las cosas, haciendo así buena la profecía de Churchill según la cual los fascistas del futuro se llamarían a sí mismos antifascistas. Una operación de sucesivas mociones de censura (el juguete preferido de un político fullero) alertó a la víctima más apetecida por el sanchismo, la madrileña Díaz Ayuso, que tuvo la intuición de citar a los madrileños para que opinaran sobre el particular. El resultado es conocido y ha supuesto un auténtico triunfo de una sociedad abierta, como la madrileña, frente al oscurantismo de quienes todo lo confían a la propaganda que oculta una gestión del interés público calamitosa y sectaria.
El pasado día 4 afloró algo en la conciencia ciudadana que ya venía larvándose ante un guerracivilismo en el que, incomprensiblemente, había caído el socialismo que, olvidando su exitosa andadura socialdemócrata, había regresado a los peores recuerdos de su historia resucitando un frentepopulismo de tan trágicos resultados. No es de extrañar que, ante la deriva del sanchismo, muchos intelectuales, filósofos y políticos de la izquierda democrática anunciaran, en plena campaña de las autonómicas madrileñas, que votarían a Ayuso como tanta gente que iba a Madrid en busca de libertad. Es decir, habían decidido liberarse de ese atosigante sectarismo de una banda que considera ultra y enemigo a todo aquel que expresa su libre pensamiento sin ataduras impuestas por las directrices del jefe de la pandilla.
Bastó para triunfar que una mujer normal, valiente y comprometida con sus representados aceptara el reto de oponer gestión a propaganda, inspirándose en la idea fuerza de la libertad, sin la cual, y pese a su fragilidad, no cabe una verdadera democracia. El Partido Popular encontró en la firmeza de su lideresa madrileña el bastión más apropiado para enfrentar un concepto de la política mo
Dderno y tolerante a esa atolondrada amalgama de mensajes buenistas basados en la división de la sociedad en minorías teóricamente marginadas. Y se apoyó en algo que todo el mundo entiende: la libertad es el motor de la historia; la persona es el fundamento de la democracia. Sin hombres libres e iguales no hay democracia y ser libre es actuar sin más contrapeso que el respeto a la ley. Lo contrario a la libertad, y de eso saben mucho los de la banda, es imponer lo que hay que hacer, lo que hay que decir y lo que hay que pensar. Las cartas quedaron marcadas: una sociedad libre frente a una sociedad intervenida. Unos ciudadanos que quieren luchar por su futuro, confiados en su propia capacidad, frente a unos súbditos adoctrinados sometidos a la tutela de sus protectores. Una sociedad abierta y liberal frente una sociedad cerrada e intervenida por un poder al que todo se le deba. La banda se desinfla tras el resultado electoral madrileño, y la primera víctima ha sido un personaje siniestro para la estabilidad emocional del país. Tienen razón quienes sostienen que antes de Pablo Iglesias todos éramos mejores. Pero la crispación generada en la sociedad española no es sólo atribuible a quien anuncia su retirada de la política tras el fracaso electoral. Fue Pedro Sánchez, en su desmesurada ambición de poder, quien sentó a su vera en el Consejo de Ministros a un personaje tosco, ordinario y grosero que ha hecho de la zafiedad su norma de conducta. Uno y otro, Pedro y Pablo, se entregaron a un populismo que según indica Alain Minc (’La nueva Edad Media’) «se deriva en profundidad de una sociedad angustiada, lanzada a la búsqueda desesperada de coherencia». Y ha sido ahí, en la incoherencia entre discurso y conducta, donde el dúo populista ha cavado su fosa.
La aventura sanchista parece haber iniciado su declive y, posiblemente, sean muchos socialistas, ante el riesgo de que acabe con el PSOE, los que más aprieten en su descabalgadura. La sociedad madrileña se ha rebelado contra algo inaceptable en palabras de Gabriel Albiac: «La sobredosis de envilecimiento que todo lo enfanga, protagonizada por una mediocridad parasitaria que produce náuseas». Pedro Sánchez, el que se oculta cobardemente ante una derrota personal, dijo en el cierre de campaña que si las elecciones madrileñas dieran el triunfo a la derecha «supondrían el principio del fin de la democracia». La realidad ha sido otra: el 4-M ha supuesto el principio del fin de una banda de sectarios que, desde un populismo asfixiante, ha ocupado las instituciones y está esquilmando nuestros bolsillos. La economía, su marrullería y su ausencia ante la pandemia le darán su merecido.