ABC (Sevilla)

Sólo el ignorante puede repudiar la belleza

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E Ltoro cadencioso, la piedra que se mueve, es siempre vanguardis­ta. Futuro. Porvenir. Un cristo en ese ay que nunca se termina. La gubia de la muerte. Un toro en la dehesa, mitad árbol de carne, mitad carne de roca, es sangre negra gorda, efigie natural que rompe la quietud del campo y del silencio, un frío monumento de miedo y soledad. Y luego, cuando el rito que mide su bravura le ofrece luz al túnel y el toro sale al centro del círculo del arte –la plaza es una gema de algún collar prehistóri­co–, su cuerpo es una talla de mármol y de fuego, piedad de Miguel Ángel, un movimiento puro cuajado sobre el aire. Pitón sobre pitón. Los ojos como estoques. La cara en el infierno. El toro que traspasa la tela del engaño llevado por su orgullo y embiste porque quiere guardar su encaste intacto, que va porque le duele el alma y la querencia, el que es capaz de dar un siglo en la muleta y huele las pisadas más hondas del torero, el toro que al pasar congela la cintura del hombre con que baila y logra coagular las ingles de su dueño, el que se funde en bronce con el hocico abajo y deja que el que sabe le imponga su compás en esa conjunción de paz y de peligro, el toro de verdad, el que le quita el miedo al humo del tendido y acepta la distancia, la estética y el ritmo, el que entra en el canasto y escucha en cada lance la nana de la brisa y flota por el ruedo borrando la tablilla –quinientos kilos pesan sus alas de libélula– y orbita como ingrávido, liviano e incorpóreo, es inmortal. Eterno.

La esencia de ese rito del hombre que amamanta las iras de la bestia y da su pecho al toro –la fuerza del amor del mito del pelícano que sangra por sus crías– a cambio de un pellizco, de un ole, de una lágrima, y clava sus andares en una pandereta, tobillo con tobillo como un esclavo antiguo que vive herropeado, y duda en la embestida, ¿el corazón o el tacto, la yema o la muñeca?...; la cálida caricia del hilo del percal que mece al toro etéreo como una leve pluma, hojilla izada al viento sin dar un banderazo, despacio, natural, delatan al inculto. ¿Quién puede estar delante de un lienzo de Velázquez y no sentir el trazo? Cuando un torero esculpe un sueño con un toro, instaura su museo, que habita en la memoria. Y sólo el ignorante repudia la belleza.

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