ABC (Sevilla)

A solas 22 minutos

- LUIS VENTOSO

El hotel Flamboyan de Magaluf todavía sigue en pie. Hace cuarenta años, sus camareros reconocier­on al instante a aquel veinteañer­o delgado, de pómulos marcados, mirada fosca y sombra de barba cerrada, que aparecía en televisión entre una nube de carabinier­i que lo sujetaban. ¿Cómo olvidarlo? Aquel huésped de 23 años, que se había registrado bajo el nombre falso de Faruk Osgum, era muy reservado y solitario, pero sus propinas resultaban increíbles: «Una Pepsi costaba 35 pesetas. Pero él nos dejaba un billete de mil y casi nunca recogía el cambio».

Su nombre real era Mehmet Ali Agca, un joven turco que había llegado en un viaje de grupo organizado por la touroperad­ora italiana Alpitour. Era un bicho raro dentro de una expedición de matrimonio­s, que aterrizó en un vuelo desde Milán operado por la extinta compañía española Aviaco. Sus vacaciones mallorquin­as duraron dos semanas, del 25 de abril al 9 de mayo. Chapurreab­a un mal italiano y un pésimo inglés. Salía a correr cada día por las veredas próximas al hotel. Jamás bailaba, rechazaba las aproximaci­ones de las animosas turistas inglesas y solo bebía refrescos. Era simpático si se le interpelab­a, pero muy retraído.

Solo cuatro días después de dejar Mallorca, el huésped de la habitación 624 del Flamboyan estaba ya alojado en otro hotel, próximo al Vaticano. Había viajado a Roma en tren desde Milán y ultimaba los detalles para intentar cambiar la historia del mundo de la manera más horrible. En la tarde del 13 de mayo de 1981, en el 64 aniversari­o de la revelación de los Secretos de Fátima, Ali Agca, con traje gris y camisa blanca, entra en una plaza de San Pedro abarrotada de fieles. Porta una pistola semiautomá­tica Browning HPower, de calibre 9 milímetros. Lo acompañaba un cómplice, Oral Celik, amigo de andanzas hamponas desde su infancia, cuyo encargo consistía en detonar una pequeña explosión para facilitar la huida de ambos y refugiarse en la Embajada de Bulgaria. El célebre ‘Papamóvil’, un Fiat blanco descapotab­le tipo jeep, recorre la plaza en un grato día primaveral, con una feligresía alborozada al paso del Papa polaco, de 60 años, el primero no nacido en Italia en 456 años y que en poco más de tres años de pontificad­o se ha convertido en un fenómeno social, que trasciende incluso lo religioso. A las 5 y 28 minutos de la tarde, Agca abre fuego emboscado entre la multitud.

Dos balas alcanzan a Karol Józef Wojtyla en los intestinos, otra en el brazo derecho y la última en un dedo de la mano izquierda. El Papa, con gesto de dolor, se recuesta sostenido por sus asistentes. La sotana alba se tiñe de sangre. La consternac­ión y los gritos retumban. Juan Pablo II se está de

En diciembre de 1983, el Papa visitó a Agca en su celda de una cárcel de Roma. Nunca ha trascendid­o lo que hablaron sangrando. Agca tira la pistola bajo una furgoneta. Intenta huir. Pero es atrapado por un guardaespa­ldas con la colaboraci­ón de algunos fieles, incluida una monja. «¡No me importa morir!», dice al ser detenido. Su cómplice Celik, asustado, huye sin completar su misión. Los disparos de Agca han alcanzado también a una peregrina estadounid­ense y otra jamaicana. Ambas se recuperará­n. El terrorista lleva encima una extraña nota manuscrita: «Mato al Papa en protesta con el imperialis­mo de la URSS y Estados Unidos y contra el genocidio en El Salvador y Afganistán».

«El Papa se desplomó encima de mí –recuerda su secretario, Stanislaw Dziwisz, hoy cardenal en Polonia–, traté de sostenerlo mientras veía entre la multitud a alguien que trababa de huir. Se estaba muriendo. Sufría mucho, pero estaba lúcido y rezaba».

Un milagro

El doctor Preziosi, que atendió a Juan Pablo II en el policlínic­o Gemelli, a donde fue llevado con dramática urgencia, reconoce que cuando llegó pensaron que no sobrevivir­ía. De hecho Dziwisz le impuso la extremaunc­ión. El médico dijo que fue casi milagroso: «La bala hizo una trayectori­a inexplicab­le en el intestino». Si hubiese tocado las arterias, «habría muerto en quince minutos». La operación duró cinco horas y media. Le extirparon 30 centímetro­s del intestino delgado y recibió grandes transfusio­nes de sangre. Necesitó tres semanas de hospitaliz­ación. Wojtyla, canonizado en 2014, siempre pensó que su salvación había sido un milagro de la Virgen de Fátima. De hecho acabó llevando en ofrenda a su santuario portugués la bala que extrajeron de sus tripas. «Estaba convencido de que le debía la vida a la Virgen», dijo ayer el Papa Francisco al re

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