Las cervecerías clásicas con vasos a la calle temen por su futuro
▶Los dueños y clientes se sienten acosados por la Policía y lamentan que se pierda «una forma de vivir la ciudad» ▶El Ayuntamiento sostiene que no hay orden de controlar la actividad de estos bares, salvo en Semana Santa
Algunos parroquianos llevan 40 años acudiendo al mismo sitio, a la misma hora, cada día del año, viendo pasar la vida con una cerveza en la mano. Ha cambiado la ciudad, las costumbres, el urbanismo, los alcaldes y hasta las ordenanzas municipales. Pero sigue fiel la clientela. Paco Márquez, ‘El Patriarca’, ya frecuentaba El Vizcaíno desde que andaba a gatas entre los barriles. A sus casi 90 años tiene allí una mesa reservada con su nombre de la que se levantan los clientes cuando él aparece. Es el privilegio de la fidelidad. «Yo he visto crecer a la Virgen del Rosario», bromea. Nació en 1933, dos años antes de que abriera sus puertas la cervecería de la plaza de Montesión. Le han marcado con su nombre un sitio desde que reabrió el bar tras el estado de alarma. A partir de entonces cambió todo.
«Hay cosas inadmisibles —dice el Patriarca—.
Aquí el ambiente es maravilloso, no he visto nunca una discusión... y mira cómo se pone esto con El Jueves. Los que meten la pata son los municipales».
Le acompaña Pepo, que se ha llevado media vida trabajando en el Ayuntamiento y algo sabe de ordenanzas. Es la segunda estación de su viacrucis por las cervecerías, tras reunirse con los parroquianos de Casa Coronado. «Este bar —el de la calle Feria— es peculiar porque hay gente de todo tipo: lo mismo está el secretario del Ayuntamiento, que la gente de la Alameda; al lado de un notario enchaquetado hay un jipi que es psicólogo. Aquí para hasta Cabrera (el delegado de Gobernación)».
Ambos comparten la misma impresión: están acosando esta forma de vivir la ciudad que es reunirse a las puertas de una cervecería de las de toda la vida. «Arriba vive una vecina muy mayor, con el pelo azul, que sabe seis idiomas: el latín, el latón y la hoja de lata», señala Pepo, que añade: «Y lleva toda su vida aquí encantada de tener debajo El Vizcaíno». Nunca han tenido un problema porque los camareros, que son vecinos, respetan la convivencia, lo limpian todo y evitan vaciar los vidrios por la noche para respetar el descanso.
El mismo celo por el cumplimiento de las normas y los horarios tienen las propietarias de El Tremendo de Santa Catalina. A eso de las dos de la tarde, apenas había ayer una veintena de personas entre el pequeño mostrador y las mesitas de fuera. A pesar del reducido espacio de su barra en los últimos días han impedido sacar vasos a la calle tras las presiones de la Policía. Juan León, cliente habitual, cuenta cómo en los últimos tres años se han endurecido las formas y que los propietarios trabajan con miedo. Después de décadas dedicado exclusivamente a despachar cerveza, no se puede concebir El Tremendo sin tomarla fuera, de pie, conversando. El Jueves Santo llegaron a sancionar al bar porque cerca salía los Caballos y, el Domingo de Resurrección, también hubo una amenaza de cierre, porque a 300 metros, por Doña María Coronel, discurría la cofradía de Santa Marina. Sólo se podía consumir dentro o en los veladores. «Aquí hubo un vecino que denunciaba constantemente hasta que algunos clientes lo cogimos y le explicamos que cuando él se mudó aquí, ya existía el bar», señala.
La clave de este negocio es la calidad que da a la cerveza al tener serpentines en continuo funcionamiento, son los bares que más litros de Cruzcampo tiran en la ciudad. Eso lleva a gala Coronado, situado junto al puente de los Bomberos. Y también se sienten en el punto de mira. El pasado Miércoles Santo, cuando la Virgen del Refugio cruzaba la Puerta de la Carne —a unos 100 metros del bar—, se presentó una pareja de agentes con malas formas: «Cierre usted ahora mismo». Alegaban que no podía haber nadie consumiendo en el exterior —la avenida estaba cortada al tráfico— porque estaba pasando la cofradía