ABC (Sevilla)

Sevilla de lejos

- LUIS YBARRA

TAL VEZ FELICES

El azahar no cae del árbol, sino del alma: váyanse unos años a Laponia para oler el más intenso

NO es el azahar, sino el golpe de la infancia abriéndose paso por las fosas nasales, por eso hasta el olor que desprenden las heces de caballo del parque de María Luisa esculpe en mí estrechos recuerdos de añoranza. Bello hedor este, a mierda equina. La Sevilla de los que pasamos algunos meses fuera es, humildemen­te, la más poderosa de todas, porque encierra una realidad honda que se ha visto idealizada a causa de la distancia. Es la de Luis Cernuda en ‘Ocnos’, que en su caso fueron años de exilio, y Rafael Montesinos desde Madrid, que escribía con los dedos enredados en los parterres de un viejo parque: «Paraíso perdido, edén adolescent­e, manojo de palmeras».

Rafael Riqueni tuvo la idea de emular las ‘Amarguras’ de Font de Anta con los acordes de la guitarra desde un piso no muy grande de la capital española. El humo de una avenida le trajo a él el incienso. Así funciona la maquinaria, porque fue poner un cassette y echar a volar. Y es que Sevilla huele mucho mejor a kilómetros de sus naranjos. Su azahar no cae del árbol, sino del alma: váyanse unos años a Laponia para oler el más intenso.

Como las caricias soñadas son las mejores, y así lo cantó Lole y Manuel, quien mejor ve al Gran Poder está postrado en una cama lejana a San Lorenzo. El efluvio más exquisito a adobo vaga por un mercado londinense, entre cajas de noodles. Y el caramelo de regreso de la feria anda de puntillas por un callejón neoyorkino en el que se asquean los perros. La ciudad, desde acá, que es cualquier sitio que no sea ella misma, se vuelve impresioni­sta. Pertenece a gente como Sorolla, Debussy o Carmen Laffón.

Las vistas más luminosas del río se levantan por la madrileña plaza de Santa Ana, donde unos recuerdos me sirven un delicioso arroz con pato con algo de pluma y plomo que jamás se comería en Coria: memoria de la lengua que en la marisma se baña. A Sevilla así, de lejos, le llega el cielo por la rodilla. Hay que taparse los oídos después de varios vuelos en dirección opuesta a su alcázar para escuchar el rebato de las campanas. La urbe no crece con el ladrillo, sino por las emociones de los que se marchan.

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