Pepa la de las puertas
Cada vez que, a lo ‘No me pises que llevo chanclas’, me han preguntado ¿y tú de quién eres?, siempre respondí: por la parte paterna soy Lebrón, apellido perdido, y por la materna, Cojo, antiguo apodo familiar, aunque en las tres últimas generaciones nadie acusara asimetría andante. Así, mi madre, María Josefa Rodríguez González, quien volvió a Dios hace unos días, era Pepa la del Cojo. Empero, he sabido ahora, tras casi medio siglo ausente del día a día de Osuna, que era más conocida como Pepa la de las puertas debido a uno de los negocios que —trabajadora incansable— llevó adelante en su fecunda vida, a pesar de su mala salud de hierro y numerosas operaciones.
Su primer y fragante negocio lo montó siendo una niña, años 40, junto a un vecino de la calle Capitán Cortés, antes Albareda y siempre Granada: Juan Camúñez Ruiz, quien llegaría a ser prestigioso abogado con despacho en Sevilla y finísimo escritor. Ambos se dedicaban a coger jazmines con los que componer moñas, luego vendidas, para perfumar los crepúsculos veraniegos.
Ella no pudo estudiar. Muy a su pesar. Mayor de siete hermanos, las necesidades de su casa —trabajo de sus padres, mis abuelos— la obligaron a cuidarlos. Pero eso no impidió que le rondaran ideas de emprender...
En 1959, con 24 años, se casó con José María Aguilar Moya, en Osuna conocido como Pepín Lebrón. Cuatro varones, varios abortos y la añoranza por la hija que nunca le otorgó Dios y que, de haberlo hecho, se habría llamado María del Rosario, homenaje a la suegra que no conoció. La vida la agració con 11 nietos, pero se marchó con la pena de no acunar un bisnieto. Creyente de misa y rosario diarios, sin beaterías, era hermana de Nuestro Padre Jesús Caído y del Santísimo Cristo de la Misericordia.
Dotada de gran memoria, fue una adelantada a su tiempo. Titular de carnet en una época con pocas mujeres al volante, supo conciliar trabajo y familia (numerosa, aunque la estupidez imperante quiera ahora renombrarla). En su ideario prevalecieron los valores del esfuerzo, la dedicación, el ahorro, la utilidad, el respeto..., que intentó transmitir. También, fijar objetivos —«el no ya lo tienes», decía siempre—, y por supuesto la igualdad entre hombres y mujeres por la valía individual demostrada y no por la imposición de la paridad, esa parida que tan injusta es.
Una circunstancia inesperada ayudó a impulsar la empresa creada por mi padre, quien, de talante conservador, halló en mi madre, de naturaleza entusiasta, el mayor de los estímulos para, con prudencia y responsabilidad, invertir, emprender y crear puestos de trabajo. De paso, a ella la ayudó para asumir tres negocios: un servicio de cocheras, que para su apertura —finales de los 60— ella habría dotado, si la hubiesen dejado, de dos o tres plantas subterráneas cuando el problema del aparcamiento público no existía; un almacén de puertas para la construcción y un depósito de gases industriales y medicinales. Cuando el ecologismo ni sonaba, ya se afanaba en cuidar el medio ambiente. No soportaba el despilfarro —de comida, no digamos—, o el mal uso de los recursos, cuya utilidad procuró rentabilizar al máximo. Distinguió siempre qué era inversión y qué era gasto, y tuvo una máxima fundamental: «Hay que comprar en Osuna, hay que dar vida al pueblo.»
Trabajó mientras pudo. Hace un mes, cuando ya el mal la tenía postrada desde semanas antes, se presentó en su casa un señor a quien atendí:
—¿Aquí vive Pepa la de las puertas? ¿Está ella? ¿Las vende todavía...? —inquirió.
Cuando se marchó, le narré la conversación. Su respuesta a la última pregunta no pudo ser otra:
—¡Ojalá...!
Estoy seguro de que a San Pedro, titular de su Hermandad de Jesús Caído, nada más abrirle las puertas del Cielo tuvo que preguntarle qué podía ir haciendo...
Mujer adelantada a su tiempo, su vida fue la familia y el trabajo. Además de su casa, llevó varios negocios y siempre pensó en emprender