Aron, cuarenta años después
FUNDADO EN
1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA
«Como nos enseñó Raymond Aron, figura referencial en el pensamiento europeo del siglo XX, la preciosa tarea que tiene por delante la cultura política liberal es combatir las utopías y los objetivos desestabilizadores e indicar reformas posibles para que el mayor número de ciudadanos pueda tener una vida digna de ser vivida»
ESTE año se cumple el cuadragésimo aniversario de la muerte de Raymond Aron (1905-1983), una de las personalidades más eminentes de la cultura europea del siglo XX. A lo largo de su vida luchó contra los totalitarismos (fascismo, nazismo, comunismo soviético) y defendió lo que él llamaba regímenes «constitucional-pluralistas», es decir, los regímenes liberal-democráticos. La propia expresión «constitucional-pluralista» muestra la importancia que Aron atribuía a los partidos: sin ellos no hay libertad social y política y no hay gobierno basado en el consenso de la mayoría. El supuesto del que debemos partir, en efecto, es que las sociedades modernas no son homogéneas (lo son menos que cualquier sociedad pasada), que están divididas en numerosas clases y estratos sociales, de modo que donde existe un régimen democrático-liberal, «los individuos se organizan en subgrupos, que compiten entre sí por la distribución de la renta nacional, por la jerarquización de las rentas», además de por la idea que tienen de la colectividad y por la consolidación (o la transformación) de una determinada estructura política. Estos subgrupos son precisamente los partidos, que constituyen el elemento activo de la política, ya que es entre los partidos (y dentro de ellos) donde se desarrolla el juego político.
Naturalmente, en los regímenes multipartidistas el conflicto social se considera algo normal, que no puede ni debe ser sofocado. Las sociedades industriales democrático-liberales están siempre inquietas y agitadas, ya que en ellas las clases y grupos luchan continuamente por mejorar sus condiciones de vida, y esta lucha se manifiesta tanto directamente, en el plano económico-sindical, como indirectamente, es decir, en el plano político. «Los regímenes constitucionales aceptan la competencia entre los individuos y los grupos por la elección de gobernantes y también por la organización de la colectividad». Después de todo, cuando hablamos de «regímenes constitucionales», nos referimos a que en ellos rige una organización constitucional de competencia pacífica por el ejercicio del poder. Esta organización tiene como expresión normal las elecciones, con todo lo que estas presuponen e implican a la vez: libertad de expresión para todos; libre enfrentamiento de posiciones ideológico-políticas y económico-sociales; aceptación del principio de mayoría, y por lo tanto aceptación de la idea del ejercicio legal del poder, que siendo legal, no puede dejar de ser temporal (la minoría, de hecho, puede convertirse en mayoría, y conquistar a su vez el poder).
Solo este tipo de régimen, señala Aron, es un régimen secular. De hecho, según él afirma, el Estado pluripartidista, no atado a un partido, es ideológicamente un Estado laico. En un régimen de partido único, el Estado es partidista, inseparable del partido que tiene el monopolio de la actividad política legítima. Si en lugar de un Estado de partidos hay un Estado partidario, es decir, de parte, el Estado se verá obligado a limitar la libertad de discusión política. Dado que el Estado considera absolutamente válida la ideología del partido monopolista, no puede permitir que esta ideología sea cuestionada oficialmente. De hecho, la limitación de la libertad de discusión política varía según los regímenes de partido único. Pero la esencia de un régimen de partido único en el que el Estado se define por la ideología del partido monopolista es no aceptar todas las ideas y retirar algunas, relativas a su propia ideología, de la libre discusión.
La libertad (civil y política), la legalidad (en el ejercicio del poder, que debe realizarse de acuerdo con unas reglas precisas y con pleno respeto de los derechos tanto de los individuos como de los grupos), y el laicismo (por el que el Estado no puede identificarse con un partido o con una ideología, sino que debe garantizar la libre expresión de todos los partidos y todas las ideologías) son, según Aron, los principios liberales que deben regular las sociedades democráticas modernas.
Liberalismo y democracia, pues. Para Aron, la sociedad industrial moderna tiende a ser una sociedad democrática, ya que rompe con todas las jerarquías tradicionales, difunde el bienestar y la educación, requiere (para las necesidades de la industria y los servicios) un número muy elevado de especialistas y técnicos, y por tanto aumenta enormemente las posibilidades de ascenso social de los más capaces. Este proceso (cuya culminación en el plano electivo es el sufragio universal) está íntimamente relacionado con la naturaleza de las élites (políticas, económicas, sindicales, culturales, etc.), que tienen el poder efectivo en la sociedad industrial democrática; estas élites, de hecho, no son cerradas, sino relativamente abiertas, porque en su interior hay un cambio continuo y absorben elementos nuevos. Además, las élites compiten entre sí (esta competencia se produce principalmente entre las élites económicas y sindicales, pero a menudo surgen fricciones entre las élites económicas y políticas, y entre estas últimas y las sindicales). Este aspecto es fundamental para Aron, tanto porque significa que el poder se fracciona y divide, como porque el conflicto social encuentra una salida a través de la competencia entre las élites, que inevitablemente está presente en cualquier sociedad no homogénea (es decir, dividida en estratos y clases sociales). Pero las sociedades homogéneas solo han existido en los sueños de los escritores socialistas.
Sin embargo, para Aron el desarrollo de la sociedad industrial no tiene solo aspectos positivos. Nunca dejó de subrayar que en las sociedades democráticas modernas coexisten la igualdad de derechos y la desigualdad de hecho. «Las democracias industriales proclaman la igualdad de las personas en el trabajo y en la vida política, mientras que hay una gran desigualdad de ingresos y formas de vida». Y esta desigualdad está determinada en gran medida no por los méritos y deméritos individuales, sino por diferentes puntos de partida sociales.
Estos temas fueron retomados y desarrollados más ampliamente por Aron en la primera mitad de década de 1960 con acentos mucho más pesimistas, en comparación con sus análisis de la década de 1950. Ahora bien, Aron subraya que la sociedad industrial se caracteriza por una tendencia a la diferenciación y la estratificación. Por lo que concierne al primer aspecto, cuanto más avanza esta sociedad, más oficios y profesiones nuevos crea (piensen en la enorme expansión del sector servicios). En cuanto al segundo aspecto, en la sociedad industrial moderna los individuos pertenecen a clases o grupos sociales más o menos delimitados, que se superponen unos a otros y se ordenan según una jerarquía. No cabe duda de que, en lo que respecta a prestigio, ingresos y poder, las diferencias entre los ejecutivos de empresas, los miembros de las profesiones liberales y los trabajadores industriales son muy significativas. Y nadie se atrevería a discutir que estas diferencias siempre corresponden a talentos y méritos individuales.
Por último, si se tiene en cuenta que la pobreza está lejos de reducirse a algo de poca importancia en nuestras sociedades, entonces está claro por qué los conflictos sociales agitan continuamente al mundo industrial. De ahí la preciosa tarea de la cultura política liberal, que, como nos enseñó Raymond Aron, debe combatir las utopías y los objetivos desestabilizadores e indicar reformas posibles para que el mayor número de ciudadanos pueda tener una vida digna de ser vivida.
Giuseppe Bedeschi es profesor emérito de filosofía en la Universidad La Sapienza de Roma