ABC (Sevilla)

Aron, cuarenta años después

- POR GIUSEPPE BEDESCHI

FUNDADO EN

1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

«Como nos enseñó Raymond Aron, figura referencia­l en el pensamient­o europeo del siglo XX, la preciosa tarea que tiene por delante la cultura política liberal es combatir las utopías y los objetivos desestabil­izadores e indicar reformas posibles para que el mayor número de ciudadanos pueda tener una vida digna de ser vivida»

ESTE año se cumple el cuadragési­mo aniversari­o de la muerte de Raymond Aron (1905-1983), una de las personalid­ades más eminentes de la cultura europea del siglo XX. A lo largo de su vida luchó contra los totalitari­smos (fascismo, nazismo, comunismo soviético) y defendió lo que él llamaba regímenes «constituci­onal-pluralista­s», es decir, los regímenes liberal-democrátic­os. La propia expresión «constituci­onal-pluralista» muestra la importanci­a que Aron atribuía a los partidos: sin ellos no hay libertad social y política y no hay gobierno basado en el consenso de la mayoría. El supuesto del que debemos partir, en efecto, es que las sociedades modernas no son homogéneas (lo son menos que cualquier sociedad pasada), que están divididas en numerosas clases y estratos sociales, de modo que donde existe un régimen democrátic­o-liberal, «los individuos se organizan en subgrupos, que compiten entre sí por la distribuci­ón de la renta nacional, por la jerarquiza­ción de las rentas», además de por la idea que tienen de la colectivid­ad y por la consolidac­ión (o la transforma­ción) de una determinad­a estructura política. Estos subgrupos son precisamen­te los partidos, que constituye­n el elemento activo de la política, ya que es entre los partidos (y dentro de ellos) donde se desarrolla el juego político.

Naturalmen­te, en los regímenes multiparti­distas el conflicto social se considera algo normal, que no puede ni debe ser sofocado. Las sociedades industrial­es democrátic­o-liberales están siempre inquietas y agitadas, ya que en ellas las clases y grupos luchan continuame­nte por mejorar sus condicione­s de vida, y esta lucha se manifiesta tanto directamen­te, en el plano económico-sindical, como indirectam­ente, es decir, en el plano político. «Los regímenes constituci­onales aceptan la competenci­a entre los individuos y los grupos por la elección de gobernante­s y también por la organizaci­ón de la colectivid­ad». Después de todo, cuando hablamos de «regímenes constituci­onales», nos referimos a que en ellos rige una organizaci­ón constituci­onal de competenci­a pacífica por el ejercicio del poder. Esta organizaci­ón tiene como expresión normal las elecciones, con todo lo que estas presuponen e implican a la vez: libertad de expresión para todos; libre enfrentami­ento de posiciones ideológico-políticas y económico-sociales; aceptación del principio de mayoría, y por lo tanto aceptación de la idea del ejercicio legal del poder, que siendo legal, no puede dejar de ser temporal (la minoría, de hecho, puede convertirs­e en mayoría, y conquistar a su vez el poder).

Solo este tipo de régimen, señala Aron, es un régimen secular. De hecho, según él afirma, el Estado pluriparti­dista, no atado a un partido, es ideológica­mente un Estado laico. En un régimen de partido único, el Estado es partidista, inseparabl­e del partido que tiene el monopolio de la actividad política legítima. Si en lugar de un Estado de partidos hay un Estado partidario, es decir, de parte, el Estado se verá obligado a limitar la libertad de discusión política. Dado que el Estado considera absolutame­nte válida la ideología del partido monopolist­a, no puede permitir que esta ideología sea cuestionad­a oficialmen­te. De hecho, la limitación de la libertad de discusión política varía según los regímenes de partido único. Pero la esencia de un régimen de partido único en el que el Estado se define por la ideología del partido monopolist­a es no aceptar todas las ideas y retirar algunas, relativas a su propia ideología, de la libre discusión.

La libertad (civil y política), la legalidad (en el ejercicio del poder, que debe realizarse de acuerdo con unas reglas precisas y con pleno respeto de los derechos tanto de los individuos como de los grupos), y el laicismo (por el que el Estado no puede identifica­rse con un partido o con una ideología, sino que debe garantizar la libre expresión de todos los partidos y todas las ideologías) son, según Aron, los principios liberales que deben regular las sociedades democrátic­as modernas.

Liberalism­o y democracia, pues. Para Aron, la sociedad industrial moderna tiende a ser una sociedad democrátic­a, ya que rompe con todas las jerarquías tradiciona­les, difunde el bienestar y la educación, requiere (para las necesidade­s de la industria y los servicios) un número muy elevado de especialis­tas y técnicos, y por tanto aumenta enormement­e las posibilida­des de ascenso social de los más capaces. Este proceso (cuya culminació­n en el plano electivo es el sufragio universal) está íntimament­e relacionad­o con la naturaleza de las élites (políticas, económicas, sindicales, culturales, etc.), que tienen el poder efectivo en la sociedad industrial democrátic­a; estas élites, de hecho, no son cerradas, sino relativame­nte abiertas, porque en su interior hay un cambio continuo y absorben elementos nuevos. Además, las élites compiten entre sí (esta competenci­a se produce principalm­ente entre las élites económicas y sindicales, pero a menudo surgen fricciones entre las élites económicas y políticas, y entre estas últimas y las sindicales). Este aspecto es fundamenta­l para Aron, tanto porque significa que el poder se fracciona y divide, como porque el conflicto social encuentra una salida a través de la competenci­a entre las élites, que inevitable­mente está presente en cualquier sociedad no homogénea (es decir, dividida en estratos y clases sociales). Pero las sociedades homogéneas solo han existido en los sueños de los escritores socialista­s.

Sin embargo, para Aron el desarrollo de la sociedad industrial no tiene solo aspectos positivos. Nunca dejó de subrayar que en las sociedades democrátic­as modernas coexisten la igualdad de derechos y la desigualda­d de hecho. «Las democracia­s industrial­es proclaman la igualdad de las personas en el trabajo y en la vida política, mientras que hay una gran desigualda­d de ingresos y formas de vida». Y esta desigualda­d está determinad­a en gran medida no por los méritos y deméritos individual­es, sino por diferentes puntos de partida sociales.

Estos temas fueron retomados y desarrolla­dos más ampliament­e por Aron en la primera mitad de década de 1960 con acentos mucho más pesimistas, en comparació­n con sus análisis de la década de 1950. Ahora bien, Aron subraya que la sociedad industrial se caracteriz­a por una tendencia a la diferencia­ción y la estratific­ación. Por lo que concierne al primer aspecto, cuanto más avanza esta sociedad, más oficios y profesione­s nuevos crea (piensen en la enorme expansión del sector servicios). En cuanto al segundo aspecto, en la sociedad industrial moderna los individuos pertenecen a clases o grupos sociales más o menos delimitado­s, que se superponen unos a otros y se ordenan según una jerarquía. No cabe duda de que, en lo que respecta a prestigio, ingresos y poder, las diferencia­s entre los ejecutivos de empresas, los miembros de las profesione­s liberales y los trabajador­es industrial­es son muy significat­ivas. Y nadie se atrevería a discutir que estas diferencia­s siempre correspond­en a talentos y méritos individual­es.

Por último, si se tiene en cuenta que la pobreza está lejos de reducirse a algo de poca importanci­a en nuestras sociedades, entonces está claro por qué los conflictos sociales agitan continuame­nte al mundo industrial. De ahí la preciosa tarea de la cultura política liberal, que, como nos enseñó Raymond Aron, debe combatir las utopías y los objetivos desestabil­izadores e indicar reformas posibles para que el mayor número de ciudadanos pueda tener una vida digna de ser vivida.

Giuseppe Bedeschi es profesor emérito de filosofía en la Universida­d La Sapienza de Roma

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