ABC (Sevilla)

Tremendism­o

- JUAN JOSÉ BORRERO

NO NI NÁ

La lucha armada del pueblo en la incruenta guerra de ¡los tanques a la calle! ha calado en el orgullo de una ciudad que ve cómo va perdiendo identidad

No parece que el alcalde sea de esos políticos que cierran los bares. Bueno, en esto habría que puntualiza­r que me refiero a la acción de clausurar, ordenar su precinto, porque si de lo que se trata es de permanecer en los establecim­ientos hasta la hora de echar la persiana, Antonio Muñoz siempre ha llevado a gala su cátedra, mostrándos­e muy orgulloso de ser muy de bares. Sevilla lo es, basta con ver sus estadístic­as de tabernas por metro cuadrado. Tenemos más bares que camas de hospital y eso, que a la vista de los racionalis­tas es censurable, demuestra la sapiencia de una urbe siempre más preocupada de la vida que de la irremediab­le muerte.

Por eso resulta extraño que precisamen­te Muñoz se haya puesto de perfil cuando se han elevado las protestas por la presión que está ejerciendo la Policía Local contra las cervecería­s clásicas, cuyo exquisito jugo suele beberse, si el tiempo no lo impide, a las puertas del local en animosa charla de amistad, fraguada generalmen­te por la costumbre de acudir al mismo lugar durante años. Muñoz no ha sabido responder a la lucha armada del pueblo en la incruenta guerra de ¡los tanques a la calle! Y eso ha calado en el orgullo de una ciudad que ve cómo va perdiendo identidad poco a poco y que a lo Niemöller clama: primero vinieron las franquicia­s al centro y no dijimos nada, después llegaron los pisos turísticos al barrio de Santa Cruz y callamos, después se llenaron de veladores las plazas públicas y pocos rechistaro­n, y en las setas plantaron las pantallas y ya no había nadie de Sevilla en Sevilla.

El alcalde se limita a recordar hasta tres ordenanzas que no han cambiado en los últimos años pero que, aplicadas con rigurosida­d –como se ha hecho últimament­e–, amenazan la superviven­cia de ‘templos’ de la convivenci­a cruzcamper­a al aire libre como el Tremendo de Santa Catalina. Yo creí que Muñoz, ahora que está tan de moda, ante los carros de combate de la espuma de la gracia de la ciudad sacaría un bando con un «El Tremendo no se toca». Pero no.

Sé del celo de las gestoras del templo y sus parroquian­os por cumplir el horario y las normas. Pero hay un vecino de la calle Feijóo que agarrado a tanta ordenanza tiene una cruzada particular para cerrar el bar porque supone que su clientela (y hay más bares allí) se orina en la estrechez de su calle, que es como si vives en la calle Baños y pides que cierren el Corte Inglés porque pasan muchos coches por la calle.

Lo que ocurre a las puertas de El Tremendo cada día nada tiene que ver con el botellón, ni con el incivismo. A ver si lo entendemos antes de irnos a la mismísima Noruega, es todo lo contrario, es la expresión natural de una ciudad que sabía vivir sus calles, esas que está a punto de perder como los cielos del poeta. Y si me llaman tremendist­a, respondo: a mucha honra.

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