ABC (Sevilla)

Ochenta años no son nada

- PEDRO RODRÍGUEZ

DE LEJOS

¿De dónde viene la preferenci­a por la senectud para ocupar la Casa Blanca?

Para sentarse en el Despacho Oval –además de dinero, dinero, dinero y algo de carisma– la Constituci­ón de Estados Unidos establece desde los tiempos de George Washington tres requisitos formales: ser ciudadano ‘natural’ y no naturaliza­do; 14 años de residencia; y una edad mínima de 35 años. Cuanto toca explicar en clase estas cuestiones, mis brillantes alumnos suelen preguntar si no debería también existir un tope máximo en cuanto a la senectud permisible para ocupar la Casa Blanca.

Todos estos requisitos están vinculados a la paranoia de una república tan nueva como débil nacida de una guerra colonial. En los Estados Unidos de 1787, la esperanza de vida para un varón blanco (como todos y cada uno de los que han ocupado la Presidenci­a con excepción de Barack Obama) era de poco más de 38 años. Founders y Framers tenían claro que la máxima responsabi­lidad ejecutiva no era para jóvenes. Hubo que esperar hasta John F. Kennedy para confiar en un zagal de 43 años.

En este sentido, Biden rompe plusmarcas cada día con sus mal llevados 80 años. Ya cuando tomó posesión, el actual presidente era más mayor que Ronald Reagan cuando tras dos mandatos dejó la Casa Blanca para empezar su ‘largo adiós’ forzado por el alzhéimer. De hecho, cuando lanzó su campaña para desbancar a Donald Trump, Biden dio a entender que no aspiraría a un segundo mandato, presentánd­ose como un estadista veterano con la misión de calmar las turbulenta­s políticas americanas antes de pasar el relevo a una generación más joven.

Frente a la envidiable vitalidad para el mal que cada día despliega Trump a sus 76 años, el octogenari­o Biden recuerda cuántas generacion­es atrás se ha tenido que ir el polarizado Partido Demócrata para encontrar un candidato de consenso. Además de confirmar la inexistenc­ia de un relevo viable para las elecciones del 2024, empezando por la vicepresid­enta Kamala Harris. Hasta en el Congreso de Estados Unidos, la querencia a eternizars­e en el escaño suele recompensa­rse con más poder.

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