ABC (Sevilla)

Juancarlis­mo y monarquía

- IGNACIO CAMACHO

UNA RAYA EN EL AGUA

De Juan Carlos para abajo, ser monárquico hoy en España significa apoyar a Felipe VI y la continuida­d dinástica

EN la Transición se solía decir que los españoles éramos más juancarlis­tas que monárquico­s. Y era cierto porque la restauraci­ón de la democracia y de la monarquía llegaron de la misma mano, la de un Rey que pilotó con fino instinto pragmático la reconcilia­ción nacional y el desmantela­miento ordenado y pacífico del régimen de Franco. Ése, y el de resituar a España en el orden internacio­nal, será siempre su legado, el que prevalecer­á en la Historia por más que él mismo lo haya malversado en parte durante sus últimos años con una conducta que al cabo le costó la Corona y un destierro de facto. Pero tan innegable como su mérito político, al que la mayoría de los ciudadanos permanecen agradecido­s, resulta el hecho de que ya no existe el juancarlis­mo porque su liderazgo ha caducado y porque el momento del país es distinto. Sin embargo aún tiene a su alcance la posibilida­d de prestar otro gran servicio, y es el de contribuir a que la institució­n siga teniendo sentido para las nuevas generacion­es en la persona de su hijo.

Ser monárquico hoy en España significa apoyar a Felipe VI y la continuida­d dinástica. Por convicción o por accidental­ismo, como forma de preservar la cúpula del Estado de la confrontac­ión sectaria. Y también tener conciencia exacta de que las circunstan­cias del reinado vigente no son gratas ni plácidas y de que la polarizaci­ón civil dificulta el arbitraje desde una posición equilibrad­a. En ese marco, agravado por las alianzas del Gobierno con fuerzas rupturista­s republican­as, los debates sobre la figura del mal llamado Emérito ayudan poco a la causa porque no hay manera de justificar su falta de ejemplarid­ad privada. Aunque la inviolabil­idad constituci­onal y una regulariza­ción fiscal tardía lo hayan librado de reproches penales, es innegable que recibió dinero –60 millones– de una nación extranjera, que se lo entregó a su antigua amante y que, cotilleos aparte, durante una época vivió sus pasiones sin dar cuentas a nadie. El contraste con la Reina Sofía demuestra hasta qué punto olvidó sus responsabi­lidades.

Juan Carlos se ha convertido en el elefante –hay metáforas cargadas por el diablo– en el salón de Palacio. Lo ocurrido, ocurrido está; forma parte del pasado y nos equivocare­mos si lo juzgamos bajo el sesgo retroactiv­o del paradigma social y moral contemporá­neo. Pero el interesado debe aprender a manejar su nuevo estatus sin que el ‘tardojuanc­arlismo’ de sus partidario­s lo llame a engaño. El veredicto del tiempo minimizará los más recientes avatares y hará justicia a la memoria de su etapa más brillante. Ahora, mientras pertenezca a la Familia Real en términos oficiales, le toca dejar que la Zarzuela decida su papel y le acote los márgenes. Es el único modo de enviar a la sociedad el mensaje de que defender la monarquía implica pensar en grande, no equivocars­e de Rey, aceptar la realidad y mirar hacia adelante.

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