ABC (Sevilla)

Esa misma cosa

- JESÚS SOTO DE PAULA

MOLINETES Y TRINCHERAZ­OS

Ya uno nace con un instinto de lo inefable, que son esas incertidum­bres que no se pueden aprender

VIENE a ser necesario el hecho de pararse ante una obra para pensarla, porque toda obra, en su misterio ontológico, lleva implícita la llamada a ser pensada aun con sus pausas, para hacernos cavilar en la revelación de lo inconcluso. En el toreo esto viene a ser sumamente paradójico, pues todo ocurre en un visto y no visto que seguimos viendo… según ciertos intérprete­s. Así, cuando ese lance y muletazo con sus chispas volcánicas de lo efímero cobra el sentido del abismo, se enlaza con todas las artes para alcanzar un mismo lenguaje, quizás sea ese lenguaje (aun en la disparidad y el disparate de ser artes distintas) el real sentido y vínculo de la creación. Por eso, en los vericuetos de la poesía de Juan Ramón o de Antonio Machado, encontramo­s un mismo decir que en las esculturas de Bernini o Benlliure, y no por parecerse, sino por desaparece­rse en una misma… nada. Ese infinito caprichoso y volátil, es la misma cosa que ocurría cuando el Gallo pegaba su espantá, la cual bien debiera considerar­se una suerte más del toreo, la misma cosa que Belmonte nos decía en sus molinetes, esa cosa que en su desplante nos llenaba de luz Curro, que aun siendo distinta también era la que en lo imposible se hacía posible en Paula, que siendo cada cual su cosa misma, vienen a decirnos ese mismo quejío que hallamos en el cante de un Manuel Torre o un Manolo Caracol. Todo ello ocurre y transcurre entre lo pluscuampe­rfecto del juego y la suerte del sortilegio por aquello del nacer, pues se nace ya sabiendo con unas virtudes de las que nadie sabe. Velázquez tuvo como maestro a Pacheco, diría que un pintor regularote, y sin embargo, a sus dieciocho o diecinueve años ya pintó Velázquez a aquella vieja friendo huevos. Viene esto a decirnos que ya uno nace con un instinto de lo inefable, que son esas incertidum­bres tan calladas como agudas, que no se pueden aprender, y si acaso, vienen a ser el gran dilema y virtud del creador. Qué misterio, pues, el del arte, que ya sea ante el toro en el albero como ante la pluma y la página en blanco, se humaniza una misma cuestión del morir en ese pulso tembloroso de su tragedia, ese sentirse morir en la obra, y morir para vivir en ella, como muere la luz cuando penetra sin saberlo en la oscuridad de su sombra.

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