Armónica competencia
No es ninguna casualidad que todos los pensadores liberales coincidieran en dos convicciones fundamentales sobre el papel del Estado en educación: por un lado, la necesidad de la intervención pública para garantizar la igualdad de oportunidades, es decir, para que la falta de capacidad económica no prive a nadie de la posibilidad de formarse y alcanzar los estudios superiores; por otro lado, el riesgo para las libertades que implica el control absoluto de la educación por parte del Estado.
Así, por ejemplo, John Stuart Mill sostenía que una cosa muy diferente es que el Estado imponga y garantice la educación y otra que se encargue de dirigirla. En su opinión, «una educación general del Estado» podía conducir a la uniformidad de pensamiento y al consiguiente empobrecimiento intelectual. En la misma dirección, Popper afirmaba que «es responsabilidad privativa del Estado» cuidar que «todo el mundo goce de iguales facilidades» a la hora de recibir una formación de calidad. Sin embargo, al mismo tiempo, estaba convencido de que un dominio excesivo de la educación por parte del Estado era contradictorio con el espíritu de una sociedad abierta.
En resumen, para ningún pensador liberal, liberalismo e intervención estatal se han excluido mutuamente en materia educativa. Al contrario, todos han llegado a reconocer que no hay libertad posible si no se halla asegurada de alguna forma por el Estado. Pero, del mismo modo, han visto también que cercenar la iniciativa privada, las preferencias individuales y la libertad de elección de las familias a través del monopolio de la educación por parte del Estado no es la mejor forma de fortalecer el pluralismo y la libertad de pensamiento.
En consecuencia, y conforme a un genuino espíritu democrático, deberíamos alegrarnos de la convivencia entre educación privada y educación pública. No sería en absoluto aconsejable que todas las universidades, institutos y colegios fueran de propiedad privada. Pero tampoco lo sería que fueran de propiedad pública. Y por eso nos debemos alegrar de las dos cosas. Tanto de que nuestros impuestos (los de todos, también de los que pagan educación privada) sirvan para financiar una educación pública de calidad, como de que nuevos centros privados decidan arriesgar su dinero y abrir sus puestas, enriqueciendo la oferta educativa con otras propuestas.
Esa diversificación de la oferta es positiva por muchas y variadas razones, pero una de las fundamentales es sin duda su condición garantista de las libertades. Lejos de suponer la amenaza de ninguna condición esencial de la democracia, como alguna vez se ha llegado a decir, la existencia de una oferta educativa privada, complementaria a la pública, es un factor clave para su realización plena y para la realización del ideal plural de una sociedad abierta sobre el que con tanta maestría nos ilustró Popper.
En consecuencia, desde el punto de vista estrictamente político, nuestra preocupación debería ser no la de impedir, sino la de garantizar la diversidad de la oferta educativa. Lo que —insisto— no excluye la intervención pública: antes bien la incluye y la hace necesaria y valorable. Es crucial que existan centros públicos para garantizar el acceso de cualquier persona a todos los niveles educativos y es importante que estén bien financiados para que puedan ofrecer una formación de calidad. Pero tan relevante como eso –y en eso ponía el énfasis el gran intelectual austriaco- es que haya diversidad y no uniformidad, que la libre iniciativa empresarial sea amparada y es
TRIBUNA ABIERTA
En consecuencia, y conforme a un genuino espíritu democrático, deberíamos alegrarnos de la convivencia entre educación privada y educación pública
timulada, también en el territorio educativo.
Pienso además que esa diversidad también es positiva para la calidad de la enseñanza, que es el atributo que más interesa a las familias, desde una perspectiva práctica. Debemos abandonar la empobrecedora dicotomía entre lo público y lo privado en todos los órdenes y también en este, para centrarnos en lo que realmente importa, que es la excelencia. Qué más da que sean públicos o privados, lo que queremos son centros educativos capaces de formar ciudadanos libres y preparados para realizar una aportación destacada en el mundo profesional y en la vida pública.
Nada conviene más, ni a la formación y el nivel intelectual de la sociedad, ni a los derechos y libertades democráticas, que lo público y lo privado convivan en armónica competencia en todos los ámbitos y especialmente en el educativo.