ABC (Sevilla)

La coronación de Carlos III

- POR EDUARDO BARRACHINA

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

«La coronación de Carlos III es en el fondo, el trabajo lento del correr de los siglos, sedimento de la Historia. Sin embargo, aunque no sea evidente, más allá del boato y la abundancia de elementos sagrados e históricos, las coronacion­es sirven también para integrar nuevas ideas y sensibilid­ades del momento, algo en lo que el Rey Carlos III ha descollado. Esta nueva coronación abre un nuevo capítulo en la vida del Reino Unido» OCOS países han superado con éxito la dramática contradicc­ión entre el pasado y el futuro como lo ha hecho Inglaterra. La coronación de Carlos III será un ejemplo palmario de cómo en una sola mañana de mayo todo un país evoca su historia, aprovecha para ponerse al día y se proyecta hacia el mañana, que no es poca cosa. Ninguna ceremonia en el mundo condensa tantas centurias de historia, religión y derecho como la coronación de un monarca inglés. La gran paradoja de la coronación, como muchos otros asuntos ingleses, es que no es legalmente necesaria, pues Carlos III es ya Rey. Es célebre el caso de Eduardo VIII, quien, siendo Rey, abdicó antes de ser coronado, en 1936. Y sin embargo, por la extraordin­aria significac­ión religiosa y social que entraña, es un acto imprescind­ible para cada nuevo monarca. Bagehot se empeñó en distinguir con su lucidez habitual aquello de la constituci­ón británica que es eficiente (el gobierno) y aquello que dignifica (la monarquía). Al contrario que en las monarquías continenta­les, la coronación no es un asunto parlamenta­rio. Es religioso. Por eso la persona más importante en ese acto no es ni el primer ministro ni el presidente del Parlamento, sino el arzobispo de Canterbury. No se jura ante el Gobierno ni ante el Parlamento. Se jura ante Dios. Y no se formaliza en un edificio civil, sino en una abadía.

Las proclamaci­ones ante parlamento­s de hoy en día son asuntos que se despachan en veinte minutos, reflejo de cómo la monarquía en muchos países ha visto su mística menguada. En la coronación, por el contrario, se concentra la Historia, porque la Corona es precisamen­te eso, la institució­n que sintetiza la historia de una nación. Y es normal que dure horas, no porque sea un exceso de pompa como les gusta recordar ‘ad nauseam’ a algunos periodista­s, sino porque en esa ceremonia queda irremediab­lemente recogido el Derecho constituci­onal inglés, la religión, las costumbres, la aristocrac­ia, la Commonweal­th, sus Fuerzas Armadas, el voluntaria­do de su sociedad civil y sobre todo, el pueblo británico. Toda la ontología del pueblo británico filtrada a través del último milenio emerge lentamente en esa magna ceremonia.

Dada su complejida­d y duración es fácil que su significad­o y simbolismo se pierdan fácilmente en el aparato que la rodea y sustancia. El acto es un ejercicio extraordin­ario de liturgia y ceremonial que se articula en cuatro partes fundamenta­les: el juramento, la unción, la coronación y la aclamación.

El juramento de Carlos III deberá reflejar las peculiarid­ades constituci­onales del país, el papel del monarca como Gobernador Supremo (no cabeza ni jefe) de la iglesia anglicana y el carácter internacio­nal de la monarquía británica. La redacción del juramento muda con el tiempo y es siempre reflejo de las circunstan­cias del momento. Carlos III jurará respetar las leyes, esto es, el Derecho de los territorio­s en los que reina, y obrar con un sentido de la justicia. Así, por ser la Constituci­ón inglesa abierta, no se jura una

Pnorma concreta. El juramento contiene importante­s referencia­s a la Iglesia anglicana, oficial en Inglaterra. Carlos III se compromete­rá a respetar no sólo a la propia iglesia, sino también la doctrina, enseñanzas y magisterio de la misma, así como a sus obispos. Palpita ahí, irremediab­lemente, la pugna milenaria entre el poder temporal y espiritual, entre el César y Dios. En ese juramento, destila con rotundidad la Reforma de Enrique VIII y especialme­nte la de Isabel I que creó una iglesia anglicana ‘ex novo’.

Los juramentos de los monarcas británicos siempre hacen referencia a los lugares en los que son soberanos, lo que obliga a una actualizac­ión en cada coronación, fruto de la historia mutable del Imperio y de la Commonweal­th. Por ejemplo, con Jorge IV se incluyó Irlanda mientras que con Isabel II se mencionó a Sudáfrica, Pakistán y Ceilán, pues todavía en 1953 era jefa de Estado de esos países. Ahora, estos tres países, ya repúblicas, no serán mencionado­s. Carlos III reina en 14 países de la Commonweal­th y una de las novedades de la coronación será referirse a éstos de un modo colectivo en vez de mencionarl­os expresamen­te.

Más allá de todo el aparato que rodea la coronación, el acto más importante es precisamen­te el más sencillo, el más discreto. La unción del Rey con los óleos sagrados –consagrado­s recienteme­nte en Jerusalén– vincula al monarca británico con los antiguos ritos descritos en el Antiguo Testamento para el rey Salomón. El arzobispo de Canterbury, al igual que el sacerdote Sadoc, ungirá solemnemen­te a Carlos III con los óleos crismales. No es un acto simbólico. Antes al contrario, clava hondamente sus razones en la Biblia cuando se nos dice que después de que Samuel ungiera a David «el espíritu del Señor vino sobre David desde aquel día en adelante». (1 Sam, 10:6). Los gobiernos no ungen, nombran; de este modo queda claro la trascenden­cia religiosa del acto. Unge la iglesia: Cristo era, claro, el Ungido. La coronación es pues un acto sagrado, profundame­nte enraizado con las primeras coronacion­es de los monarcas carolingio­s. La paradoja de la unción es que, siendo el acto más místico y sacro, será precisamen­te el único que no se verá. El Rey será ungido en la frente, en las manos y en el pecho. Precisamen­te por ser ungido en el pecho tendrá que desabrocha­rse, intimidad que naturalmen­te no será pública.

Tras la unción, el Rey será coronado en la Abadía de Westminste­r por el arzobispo de Canterbury, momento que recuerda al de los antiguos papas coronando a los monarcas francos. La coronación es literal, no simbólica y el arzobispo ceñirá al Rey la corona de San Eduardo Confesor, Rey de Inglaterra. Y una vez más, latirá el pasaje bíblico: «El sacerdote hizo salir al hijo del monarca y le impuso la diadema y las insignias reales» (2 Reyes 11:12).

Coronado Carlos III, la Abadía de Westminste­r aclamará vigorosame­nte: Dios guarde al Rey, heredero del «Viva el rey Salomón» descrito en 1 Reyes 1: 34. En ese esquema que recogen los pasajes bíblicos, juramento, unción, coronación y aclamación, descansa lo esencial de la coronación británica. Y así, al compás de música barroca, himnos y coros, y casi sin darnos cuenta, tendrá lugar la ‘traditio’; esto es, la transmisió­n de todo un legado histórico al monarca. La coronación de Carlos III es en el fondo, el trabajo lento del correr de los siglos, sedimento de la Historia. Sin embargo, aunque no sea evidente, más allá del boato y la abundancia de elementos sagrados e históricos, las coronacion­es sirven también para integrar nuevas ideas y sensibilid­ades del momento, algo en lo que el Rey Carlos III ha descollado. Esta nueva coronación abre un nuevo capítulo en la vida del Reino Unido. Como es bien sabido, ha coincidido en el tiempo con un reajuste de su relación con Europa. Hay algo de ironía, aunque sea una pizca, en que, frente a pronóstico­s interesado­s y exagerados que auguraban un Reino Unido aislado y encerrado en sí mismo, hoy vuelve a ser el centro del mundo, por segunda vez en nueve meses. Parece que Bagehot sigue teniendo razón, pues esta coronación nos recuerda la fortaleza de las institucio­nes británicas y la capacidad de la Corona para dignificar a una nación. A pesar de las enormes dificultad­es, divisiones e incertidum­bres de los últimos años, el pueblo británico encuentra ocasiones para continuar siendo precisamen­te eso, un reino unido.

es presidente de la Cámara de Comercio de España en el Reino Unido

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NIETO

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