ABC (Sevilla)

La ventana de Delibes

- JOSÉ F. PELÁEZ

SUERTE CONTRARIA

No era solo un escritor. Para mí, también era un vecino

CADA día, al despertarm­e, abro todas las ventanas de la casa. Es algo que no tiene sentido, también se puede ventilar desde el sosiego y sin esa precipitac­ión de quien recorre habitacion­es como quien pasa revista a su TOC. Y, sobre todo, se puede ventilar a una hora con mejor temperatur­a. En Valladolid, en enero y a las siete de la mañana, el frío no es solamente un concepto meteorológ­ico: es un género literario. Así que la última ventana la abro como Jon Nieve en lo más alto del Muro. Saco la cabeza buscando el aire limpio de un nuevo día y recuerdo lo bien que huele Castilla. El frío entra por el pasillo y lo renueva todo. Desde esa última ventana, se ve la casa de Delibes. La miro cada día, sin ningún objetivo concreto. Es una especie de tradición que me hace recordar, de golpe, quién soy, de dónde vengo y cuales son las normas. Porque Delibes no era solo un escritor. Para mí, Delibes también era un vecino. Durante toda mi vida lo he visto caminando por el barrio con ese estilo tan particular, a grandes zancadas, con las manos cruzadas por detrás, con su gorra verde de cazador y esas gafas pasadas de moda que siempre miraban al suelo.

El lunes pasado, su hija Elisa nos abrió la puerta de su casa. Está tal y como la dejó aquel 12 de marzo de hace ya trece años. Sobre su mesilla de noche, el Evangelio. Y, encima, una cruz tosca, humilde y sin la menor concesión al adorno. Un reloj que marca siempre las cinco y media y una cama que parece la celda de un jerónimo. Paseamos el pasillo como quien pasea por Tierra Santa. Me senté en su silla, escribí en su escritorio y me emocioné viendo esa ‘ Señora de rojo sobre fondo gris’ que preside la estancia y que presidió su vida. Fisgamos entre sus últimas notas, abrí su cajón, toqué sus gafas. Elisa nos hizo sentir como si estuviéram­os en nuestra propia casa y, con una generosida­d absoluta, me invitó a que me llevara el libro que me apeteciera. Fui prudente, porque Delibes tiene libros hasta en la cocina y, finalmente, nos sentamos en el salón para charlar. Pero, en realidad, daba igual. Yo hacía tiempo que me había ido. Entiendo que puede parecer fetichista –lo es– pero a mí esto me sobrepasa. Hay un punto de sensibilid­ad a partir de la cual me bloqueo, no soy capaz de organizar ni de jerarquiza­r mis emociones y lo único que siento es alegría, pena, agradecimi­ento, unas enormes ganas de llorar, de reír y de ponerme a escribir, a rezar y a cantar. Quizá todo a la vez. Quiero hablar con El Barbas, con El Nini, con Lorenzo, con Azarías, con Cipriano, con Menchu, con Cayo o con Daniel el Mochuelo, que allí viven y agradecen visita. Y entonces, como un autómata, sentí la necesidad de levantarme y de ir hacia la ventana. Aparté la cortina lentamente, como guiado por un extraño mandato interior, para encontrarm­e, sin pretenderl­o y como un espejismo con lo que nunca había imaginado. Desde mi casa se ve la de Delibes. Pero nunca había pensado que, desde la ventana de Delibes, se puede ver, al fondo, una pobre ventana abierta.

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