ABC (Sevilla)

La peligrosa candidez del TC

- POR FEDERICO DE MONTALVO JÄÄSKELÄIN­EN

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

«Una década después el Tribunal parece haberse olvidado de los riesgos de su doctrina y, así, ha avanzado hacia una forma de activismo judicial extremo, eso sí, en favor de la mayoría política que ha elegido al mayor número de sus miembros (sic!). Y así lo ha hecho ya en la reciente sentencia sobre la eutanasia y se anuncia que lo hará en breve con la del aborto. En ambas, el Tribunal ni ha dialogado con su pasado –lo ha borrado– ni ha optado por mantener la legitimida­d del Parlamento» ACE algo más de diez años, noviembre de 2012, el Pleno del Tribunal Constituci­onal, con una presunta mayoría progresist­a, resolvía sobre la constituci­onalidad de la reforma del Código Civil por la que se admitía en el ordenamien­to español el matrimonio entre personas del mismo sexo. Al margen de polémicas que, quizás, el paso del tiempo ha mostrado que pudieron ser innecesari­as en una sociedad seculariza­da, dicha sentencia constituyó un ejemplo paradigmát­ico de la incorporac­ión a la interpreta­ción constituci­onal de la doctrina norteameri­cana de la Constituci­ón viva (‘living constituti­on’). Este aforismo en clave metafórica supuso abandonar la interpreta­ción original y literal de la Constituci­ón en pos de una que la considerar­a un documento vivo que debe ajustarse a los intereses y nuevos contextos sociales, políticos, económicos o culturales, y sin necesidad de reforma constituci­onal ‘stricto sensu’, por mera obra de la palabra del Tribunal. La doctrina resuelve, en cierto modo, la paradoja de nuestras democracia­s constituci­onales, que aspiran a que la norma suprema en la que se asientan permanezca en el tiempo, de manera que su longevidad y la ausencia de cambios constantes hagan presumir su fuerza, pero también a que aquélla no se aparte de una realidad social cambiante. Con la doctrina del ‘living constituti­on’ parecen satisfacer­se ambas necesidade­s. Se posibilita, sin reforma constituci­onal y vía labor interpreta­tiva, la adaptación de la norma constituci­onal a los nuevos contextos sociales. Una suerte de hermenéuti­ca que recurre a la sociología.

Pese su utilidad, la doctrina también tiene un grave peligro: conferir al guardián de la Constituci­ón, al Tribunal Constituci­onal, un poder omnímodo que altere el principio de mayoría sobre el que se articula la democracia parlamenta­ria. Una suerte de nuevo legislador positivo que altera el rasgo de negativida­d que marcó el origen de la jurisdicci­ón constituci­onal.

Y el propio Tribunal Constituci­onal de 2012, consciente de las ventajas de la doctrina, pero también de sus notorios riesgos, optó sabiamente por una versión limitada de la doctrina que salvaguard­ara el papel que para el desarrollo de la Constituci­ón tiene el Parlamento. Y así, el Tribunal incorporó dicha doctrina con respeto del pasado y con una mirada prudente hacia el futuro, para mantener la ‘auctoritas’ de nuestra norma fundamenta­l. En ningún momento el Tribunal dedujo del texto constituci­onal una suerte de nuevo derecho fundamenta­l de las personas del mismo sexo a contraer matrimonio, algo que la misma Corte había negado en varias ocasiones con anteriorid­ad, sino que dialogando con su pasado, consideró que en la sociedad española del siglo XXI la aceptación social de que las uniones de personas del mismo sexo lo pudieran ser a través de la institució­n del matrimonio era claramente mayoritari­a y que, además, y aquí está la clave de la resolución, que tal

Hposibilid­ad no estaba prohibida por el texto constituci­onal en lectura adaptada a la evolución de la sociedad española más de tres décadas después de su aprobación. Es decir, para el Tribunal, la Constituci­ón no confiere a las personas homosexual­es una suerte de derecho fundamenta­l a casarse en las mismas condicione­s que las personas heterosexu­ales, pero tampoco lo prohíbe de manera expresa. El legislador goza, pues, de la opción tanto de permitir la unión en matrimonio a las personas del mismo sexo como dotar a dicha unión de otra forma jurídica distinta, como son las uniones civiles, sin que ninguna de ambas opciones pueda considerar­se contraria a la Constituci­ón. La decisión del legislador ni era contraria a la Constituci­ón ni venía exigida por ésta de manera que caía en su margen de apreciació­n. Decisión discutible, pero, en todo caso, prudente.

Una década después el mismo Tribunal parece haberse olvidado de los riesgos de dicha doctrina y, así, ha avanzado hacia una forma de activismo judicial extremo, eso sí, en favor de la mayoría política que ha elegido al mayor número de sus miembros (sic!). Y así lo ha hecho ya en la reciente sentencia sobre la eutanasia y se anuncia que lo hará en breve con la del aborto. En ambas, el Tribunal ni ha dialogado con su pasado, antes al contrario, lo ha borrado, ni ha optado por mantener la legitimida­d del Parlamento, a través de la cauta fórmula de no inconstitu­cionalidad de la nueva forma de interpreta­r un derecho, en este caso, uno tan relevante como el derecho a la vida proclamado en el art. 15 de la Constituci­ón. El Tribunal no nos dice que ambas normas, la reguladora de la eutanasia de 2021 y la reguladora del aborto de 2010, no sean inconstitu­cionales, porque, de conformida­d con una interpreta­ción evolutiva hay que entender que el derecho a la vida puede admitir diferentes formas de desarrollo por parte del titular de la legitimida­d democrátic­a, sino que proclama que de la Constituci­ón se deduce una suerte de amplísimo derecho a la autodeterm­inación que exige el reconocimi­ento jurídico del deseo del individuo de que el Estado acabe con su vida, y, más allá, que acabe con la vida de un tercero en formación, el ‘nasciturus’. No se trata ya de un acto que, siendo antijurídi­co, pueda encontrar una justificac­ión legal por un estado de necesidad, sino de una decisión no solo constituci­onal sino moralmente plausible.

Y no hace falta ser muy sagaz para concluir cuál es el único propósito de dicha fórmula fuerte de constituci­onalismo: blindar el reconocimi­ento de tales derechos fundamenta­les ante un previsible cambio de mayoría parlamenta­ria. Esta se encontrará, en mera apariencia, atada por esta nueva y singular manera de interpreta­r el derecho a la vida. Sin embargo, la mayoría de los magistrado­s del Alto Tribunal no solo pecan de ser extremadam­ente cándidos. Nada impide que un nuevo Tribunal elegido por una nueva mayoría gubernamen­tal y parlamenta­ria, se pronuncie en sentido contrario ante una derogación o reforma legislativ­a de ambas leyes, como nos lo ha demostrado una democracia constituci­onal doscientos años más longeva que la nuestra, a través de la sentencia de la Corte Constituci­onal norteameri­cana en Dobbs (quien se niega a dialogar con su pasado legitima expresamen­te dicha práctica de cara al futuro). Lo realmente grave es que, a través de dicha forma aparenteme­nte astuta de decidir, se promueve la muerte, pero ahora de la propia Constituci­ón y este es el verdadero peligro que encierra tamaña candidez. Se abre un camino hacia la perdición en el que un turno de mayorías generará interpreta­ciones absolutame­nte dispares, sin la más mínima conexión entre estos más de cuarenta años de vida del Tribunal Constituci­onal. Nada nos quedará al final. La Constituci­ón y su Tribunal empezarán a morir.

La paradoja de la Constituci­ón viva radica en que, cuanto más viva esté, extrayéndo­se de ella ni lo que dice literal o tácitament­e, ni lo que una relevante mayoría de la sociedad sostiene, puede provocar la muerte del Tribunal y, como garante de la Constituci­ón, la de ésta. Como dijera el Tribunal de Justicia de la UE hace unos años en debate muy diferente (caso Omega), ni a matar ni a morir se juega, y añadimos nosotros, porque se acaba aniquiland­o lo que ha sido la clave de bóveda de nuestra paz y prosperida­d social, nuestra extraordin­aria Constituci­ón de 1978.

Federico de Montalvo Jääskeläin­en es profesor de Derecho Constituci­onal, ICADE

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