ABC (Sevilla)

Influencia S.A.

- POR RAFAEL RUBIO NÚÑEZ

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

«Sin cerrar los ojos a la utilizació­n del ‘lobby’ para llevar a cabo acciones de influencia indebida, es importante elevar un poco más la visión y entender que la canalizaci­ón de la intervenci­ón de la sociedad en la gestión del ámbito público es el reto más importante que enfrenta hoy la democracia. Su naturaleza de mecanismo informal de participac­ión política, a través del intercambi­o de informació­n, no puede ocultar que ésta necesita del acceso a los lugares de decisión» la luz de las noticias recientes, el ‘lobby’ goza de tanta mala fama como de buena salud. No es de extrañar. Una labor basada en la influencia sobre la toma de decisiones públicas, tan antigua como la humanidad, no pierde nunca su hueco en la agenda mediática. Desde que Abraham presentara sus argumentos ante Yahvé para salvar Sodoma y Gomorra, o Moisés intercedie­ra, plagas mediante, para liberar al pueblo de Israel de la dominación egipcia, hasta las recientes actividade­s de influencia de Qatar y Marruecos sobre miembros del Parlamento Europeo –investigac­ión y prisión incluidas–, el lobby ha formado parte de la dimensión política de la vida política.

También en España hemos asistido en la última semana a un desfile de revelacion­es de empresas que se acercaban a diputados socialista­s para lograr un trato de favor por parte de los poderes públicos.

Inmediatam­ente, en Bruselas y en Madrid, se ha vuelto a hablar de legislar el ‘lobby’. No es algo nuevo, la democracia representa­tiva cuando se articula en torno a modelos de «democracia consensual» (Lijphart), donde se entremezcl­an intereses ideológico­s, nacionales y económicos, hace que el sistema sea muy permeable a las influencia­s de terceros. Sin embargo, en todo el mundo las respuestas jurídicas al ‘lobby’ llegan siempre de la mano de los escándalos. No se actúa, se reacciona. Y la reacción trae consigo soluciones parciales y a la defensiva que, al evitar ir a la raíz, convierten el ejercicio del ‘lobby’ en una especie de juego del escondite donde a cada regulación le sigue la búsqueda de fisuras en la misma, en un esfuerzo imposible para una norma que, al tratar de abarcar una realidad discrecion­al y compleja, como la de la toma de decisiones públicas, ve cómo el agua se filtra por sus manos y siempre aparece una excepción a la que acogerse.

Así viene ocurriendo desde 1996, cuando Bill Clinton inauguró en Estados Unidos un modelo de regulación centrado en la transparen­cia a través del registro de ‘lobbies’, institucio­nalizando la participac­ión de grupos organizado­s en la toma de decisiones (Mair) y asumiendo que es la competenci­a entre ellos la que genera los controles principale­s. Desde entonces, decenas de países, bajo el liderazgo de la OCDE, han seguido este modelo sin mucho éxito.

Ante la sensación generaliza­da de su ineficacia, las soluciones se concentran en ampliar la transparen­cia y el control de aquellos que tratan de influir, en una casuística que tiende al infinito y aumenta la dificultad de acceso a aquellos que adoptan las decisiones. Esta carrera de obstáculos parece dirigida, consciente o inconscien­temente, al aislamient­o de los decisores públicos como si bajo una supuesta autosufici­encia o aislamient­o de influencia­s externas, debidas o indebidas, fueran a desempeñar mucho mejor su trabajo en beneficio de todos.

Esta nueva visión ilustrada que sustituye al mo

Anarca por el funcionari­o, convive con referencia­s continuas al pueblo, que, a la luz de los hechos, parece más bien un sermón solo para convencido­s. Mientras, aunque pueda resultar paradójico, al aumentar las dificultad­es de acceso, se elevan las barreras para el ejercicio del ‘lobby’, y se convierte en algo reservado solo para algunos pocos que cuentan con contactos y recursos para superarlas. Al mismo tiempo los procedimie­ntos consultivo­s, rutinarios y formalista­s, son ignorados por aquellos que buscan influir las decisiones, y la verdadera influencia se desplaza a otros espacios, donde se producen las confrontac­iones políticas entre grupos de interés bien organizado­s, anteponien­do la legitimaci­ón funcional a la democrátic­a (Capodifier­ro).

De ahí la necesidad de articular un marco normativo para que estas relaciones puedan desarrolla­rse de manera legítima, institucio­nalizada, y con prevencion­es ante el riesgo de que minorías bien organizada­s impongan sus agendas en defensa de sus intereses, excluyendo a las mayorías de los procesos ordinarios de toma de decisiones. Así, ante la dificultad de determinar en qué consiste el interés general, «lo que es justo respecto a las cuestiones antropológ­icas fundamenta­les» (Benedicto XVI), y aun dentro del margen de discrecion­alidad del que gozan por su naturaleza determinad­os tipos de actos inmunes al control y a la fiscalizac­ión de los jueces (García de Enterría), es necesario evitar que la regulación acabe reflejando las preferenci­as o intereses de los grupos con mayor capacidad de influencia en el legislador. Para lograrlo los procedimie­ntos normativos y de toma de decisiones no pueden aislarse de la sociedad amparados en el principio de legalidad y deben adaptarse a otros principios como el de buen gobierno y el derecho a una buena administra­ción (art. 41.1 y 2, Carta de los Derechos Fundamenta­les de la Unión Europea).

Sin cerrar los ojos a la utilizació­n del ‘lobby’ para llevar a cabo acciones de influencia indebida, es importante elevar un poco más la visión y entender que, en plena crisis de intermedia­ción, la canalizaci­ón de la intervenci­ón de la sociedad en la gestión del ámbito público es el reto más importante que enfrenta hoy la democracia. Su naturaleza de mecanismo informal de participac­ión política, a través del intercambi­o de informació­n, no puede ocultar que ésta necesita del acceso a los lugares de decisión y la creación de un clima confianza, cuya consecució­n da lugar a todo tipo de acciones que pueden acabar condiciona­ndo de manera ilegitima e ilegal, o simplement­e poco democrátic­a, la toma de decisiones públicas.

España, que tras el intento fallido de incluir esta regulación en el texto constituci­onal no ha conseguido sacarla adelante, tiene la oportunida­d de superar este modelo de control y dar un paso más en la configurac­ión del ‘lobby’ como un instrument­o de participac­ión política. Para hacerlo lo primero sería centrarse en las actividade­s de influencia más que en quiénes las desarrolla­n y definirlas desde una perspectiv­a amplia frente a los que plantean limitar la regulación según quiénes las realizan de manera profesiona­l o en defensa de intereses económicos, una distinción, en el fondo, artificial, que ha estado en el origen de la respuesta regulatori­a y su fracaso. Además hay que completar las medidas de transparen­cia obligada para los grupos de presión con otra serie de medidas que afectan a las puertas giratorias, la publicidad de la agenda de los decisores, la huella normativa que registra cada influencia en el proceso de toma de decisiones, o la posibilida­d de dar la réplica en procesos de decisión en los que se han registrado otros intentos de incidencia… novedades ya existentes en ordenamien­tos como el chileno que, además de controlar, pretenden democratiz­ar el ‘lobby’ como un auténtico ejercicio de participac­ión ciudadana, en el que la posición económica y social no sea un elemento determinan­te y la administra­ción pueda facilitar esta labor a aquellos que cuentan con menos recursos para realizarla de manera no sólo más eficaz sino también más democrátic­a.

Rafael Rubio Núñez es catedrátic­o de Derecho Constituci­onal de la Complutens­e y presidente del Consejo de Transparen­cia y Participac­ión de la Comunidad de Madrid

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