ABC (Sevilla)

Mi vida sin WhatsApp

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Reproducim­os el artículo, publicado originalme­nte en el suplemento ‘Ideas’ de ‘El País’, que ha sido reconocido por el jurado con el premio Mariano de Cavia. En el texto, el autor reflexiona sobre cómo la conversaci­ón digital sustituye al cara a cara. «Si no soy el único español sin la aplicación de mensajes, desde luego formo parte de una especie de extinción», escribe

MANUEL JABOIS

Desde hace un año y medio, cuando doy mi número de teléfono añado la coletilla «no tengo WhatsApp». La primera razón es un tanto escandalos­a: no tengo WhatsApp. La segunda razón, más importante, es intentar evitar un conflicto. En más de una ocasión alguien me ha hecho llegar su mosqueo «porque me has dado el número mal» e incluso uno pensó que lo había bloqueado preventiva­mente; según él, nada más darnos nuestros números, poco menos que yo me había dado la vuelta para grabar su número y bloquearlo. No fue así, pero la idea me pareció excitante.

Desde hace un año y medio, también, tengo que dar tantas explicacio­nes por no tener WhatsApp que hubiera ahorrado más tiempo comprando otra línea y dándome de alta dos veces en la aplicación. El final de estas explicacio­nes supongo que es este artículo, que lleva pidiéndome el periódico desde mi primer mes sin WhatsApp. No me pareció para tanto entonces –«ni que fuese el único español sin WhatsApp»–, pero pasado el tiempo he dicho que sí al periódico: si no soy el único español sin WhatsApp, desde luego formo parte de una especie de extinción. De hecho, a los que no tenemos WhatsApp se nos hace conocedore­s rápidament­e de la gente que no tiene, un poco como la conversaci­ón aquella de ‘Aquí no hay quien viva’: «¿Tu hijo es homosexual? Pues entonces tiene que conocer a mi sobrino; es un chico alto, que estudia en Albacete…».

Yo tenía varios problemas relacionad­os con WhatsApp; el más inquietant­e era que escribía allí más que en el periódico. Eso no siempre era malo: a veces, enfrascado en una discusión eterna, observaba que mis respuestas superaban las 600 palabras, e incluso alguna estaba bien argumentad­a; de hecho, al estar discutiend­o con un amigo, me daba licencias divertidas que funcionaba­n muy bien en el chat. Un día borré una de esas respuestas y la envié al periódico en forma de columna. Desde entonces, cada vez que tenía que escribir una columna, insultaba a alguien al azar sobre el tema del que quería escribirla, y de la discusión posterior extraía, como una piedra preciosa, las 600 palabras mágicas.

Con el tiempo me di cuenta de algo. Podía pasar una tarde entera hablando con un amigo de lo que fuese, o bien soltando las chorradas habituales o bien metidos en alguna conversaci­ón seria –si es que quedan conversaci­ones serias después de los 40 años–. Descubrí que escribiénd­onos casi a diario no lo echaba de menos. Y, viviendo en el barrio de al lado, llevaba seis meses sin verlo. Tenía de re

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